domingo, 19 de junio de 2011

ME VOY P'AL PUEBLO... DE VACACIONES

La libertad del pueblo.

Empieza la escapada de las grandes ciudades en busca del ansiado relax. Han llegado las vacaciones. Las ganas de viajar, de salir durante unos breves días de la monotonía. Es hora de robarle al año un descanso, hacer un cambio de portabilidad. De estar fuera de cobertura, de no tener que ver la cara al jefe, a los vecinos de la escalera, de ensordecer el ruido de sirenas, de no cruzarse con los niños desmadrados a la salida del cole, del humo de los tubos de escape, de los apretujones en el metro.


Unos eligen tirarse en una playa paradisiaca perdida a miles de kilómetros; otros, recorrer rutas para aventureros o hacer una gira por las ciudades tantas veces soñadas... Los menos pudientes se conforman con un hotelito o apartamento al pie de las abarrotadas costas. Pero casi todos disfrutaremos de la siesta, combatiendo el calor a sorbos de un tinto de verano. El caso es alejarse, cambiar de aires.


Y luego están los que siguen esa vieja tradición de irse "p'al pueblo". Ese pueblo que nos ha visto crecer. Porque como dice Chavela, "uno siempre vuelve a los viejos sitios donde fue feliz".


Antes, cuando llegaba la temporada estival, uno sabía que por delante tenía tres meses de vacaciones. Sí, tres meses. ¿Os acordáis? Terminaban las clases, tus padres tenían que seguir trabajando, y tú te convertías en un pequeño estorbo que no dejaba de decir "me aburro, jó, vamos a algún sitio". Tras una semana sin clases, tus padres no podían más. "Los niños necesitan correr". Llamaban a los abuelos y les decían: "este fin de semana te llevo a los chicos". Y tú, en vez de quejarte, dabas saltos de alegría. ¡Bieennn, p'al pueblo". Eras feliz.

Entonces los días se alargaban por arte de magia. Te levantabas y lo primero era beberse a gran velocidad un buen tazón de leche recién ordeñada y comerse una enorme rebanada de pan con nata. Había que hacer las camas, limpiar el polvo e ir a los recados lo antes posible. La bici esperaba. Cuando la abuela te decía ya puedes irte, no le dábamos tiempo ni de girar la cabeza para despedirse. cuando quería mirar, ya estábamos pedaleando con toda nuestra energía camino de la plaza o de los soportales, donde se juntaba la cuadrilla.

Después de comer, pretendían que nos echáramos la siesta como buenos chicos. El silencio debía ser absoluto. Pero nosotros, que rebosábamos vitalidad y desobediencia, preferíamos jugar a las cartas en el carro abandonado del abuelo, ese que parecía que hubiera nacido entre las patatas y los fresones de la huerta. Otras veces tirábamos una manta en la Chopera y compartíamos la lectura de nuestros pequeños héroes: Roberto Alcázar y Pedrín, El Capitán Trueno, Jabato, las historias bélicas... Uno de los mayores llevaba un "comediscos" y escuchábamos canciones que no podremos olvidar por muchos años que pasen.

Algunas tardes a las chicas no nos dejaban marchar con los chicos. Teníamos que quedarnos con las abuelas sentadas en un silla de enea, haciendo punto de cruz, ganchillo, tejiendo... De fondo se escuchaba en la radio a "Lucecita", "Ama Rosa", "Simplemente María"... La prima mayor, la que ya se pintaba las uñas, nos dejaba ver a escondidas la última fotonovela de moda. Así descubrimos los besos en la boca. Todo un atrevimiento. Pero si la abuela estaba ese día más callada o enfadada por cualquier motivo, nadie se atrevía a contradecirla. Había que rezar el rosario o cualquier otra letanía. Se nos grabaron a la solana lenta de las siestas de verano que si querías un novio tenías que rezar a San Antonio, que Judas Tadeo te conseguía lo imposible y a San Cucufato le atamos los cojones cada vez que perdíamos algo.

Al igual que a nosotros, a ellos también les gusta el río y las aguas heladas.

Otras tardes te daban permiso para bajar al río a bañarte. Y allí corríamos desbocados a tirarnos desde la roca más alta, a "cazar" renacuajos, a robar las moras de las zarzas, a tirarnos con una cuerda desde el árbol... Si era día de colada, bajábamos con todas esas mujeres vestidas de negro y cargadas de cestos de ropa que lavaban entre las piedras del río. Imborrables recuerdos. El olor del jabón de sosa que te destrozaba las manos, la luminosidad de las sábanas tendidas al sol, y los chismes de mayores: "Dicen que el marido de Juana llegó dando tumbos anoche otra vez y ella no le abrió la puerta"; "Pues al médico se le ve entrar mucho en casa de la hija de Rita, y luego se queja de que dicen". "Ya, pero ¿y el marido qué dice?".



Todo esto lo compaginábamos con nuestras pequeñas obligaciones. Porque el deber y el placer no estaban reñidos, nos repetían una y otra vez. Íbamos a buscar las vacas al prado y traerlas para que el abuelo pudiera ordeñar a tiempo. Ir a por las vacas también se convertía en toda una aventura. Sobre todo si el abuelo nos dejaba llevarnos la mula. Mi primo, mi hermano y yo nos subíamos los tres juntos al pobre jamelgo y nos creíamos pequeños cowboys rurales. La cosa se complicaba si mi abuelo nos pillaba. Era vernos y agarrar cualquier piedra del camino. Nos la lanzaba con una potencia tal, que era capaz de derribar a uno de los tres a más de treinta metros de distancia. ¡Qué puntería! Peor era cuando, debido a nuestra creencia -más de mi hermano y de mis primos- de que torear a la vaquilla era toda una prueba de valentía, ésta se nos escapaba y la perdíamos por el camino.

Un día la vaquilla echó a correr de tal manera que fue imposible hacerla regresar. Regresamos a casa aterrorizados. El abuelo enfadado era mucho abuelo. Metimos a toda prisa a las vacas en la cuadra y aprovechando que él estaba en la huerta, le robamos de la olla unos chorizos en aceite, una hogaza de pan y la bota de vino. Con ese hatillo nos escapamos de casa. Éramos como "Los Cinco" ¿no? Pero nuestra proeza no tuvo un final feliz. Habíamos subido al monte, los chorizos se habían acabado, el vino hizo de las suyas y la noche se nos echó encima. La primera lección que aprendimos fue que el vino era demasiado embriagador y nos hacia vomitar. La segunda, que perderse en el monte con jabalíes y otros animales, acojona, y mucho. Y por último, que de una buena bofetada nunca te vas a librar por mucho que intentes evitarla.

Claro que lo del abuelo era preferible a enfrentarse la abuela. Ella sí que tenía mala leche, nunca mejor dicho. Dios nos librase si alguna clienta se quejaba de nosotros, por ejemplo, que la lechera había llegado medio vacía. Entonces la abuela nos miraba de reojo, nos agarraba por la oreja a traicíón y comenzaba a lamentar el día que llegamos al pueblo: "Demonios de niños, se lo voy a decir a vuestros padres. Mañana mismo les llamo y les digo que venga por vosotros. Se acabó el pueblo. Es la última vez que venís". Ella sabía perfectamente qué había pasado. Nos gustaba mucho jugar a dar vueltas a las lecheras bien cargadas y contar el número de vueltas. Quien diera más sin derramar ni una sola gota era el campeón. Obviamente, derramábamos más de una gota. Cuando esto ocurría, teníamos la solución. Rellenábamos con agua la lechera y parecía que el litro de leche estaba completo. La readlidad es que la señora siempre se daba cuenta y se lo "chivaba" a la abuela. Para ella lo de menos era que hubiéramos aguado la leche, lo verdaderamente grave era que podía perder dinero si la clienta no entendía esa travesura de niños.


Sería injusto si sólo dijera que nos regañaban. También nos divertía sentarnos con ellos en la cocina o en el poyete de piedra que estaba al sol, para escuchar contar al abuelo sus aventuras de mozo. Con la boina bien calada en la frente, apoyando sus manos en la garrota y con la mirada -esos ojillos azules y chispeantes- perdida en los recuerdos. Nos contaba cómo había cambiado el pueblo, cómo conoció a la abuela, cómo un buen día se fue a Madrid y saltó de espontáneo en Las Ventas. El abuelo no era de risa fácil, pero se le iluminaba la cara y esbozaba una pequeña sonrisa cada vez que le mirábamos con la boca abierta y la cara llena de asombro. La abuela también tenía sus momentos. Nos contaba historias para no dormir (pero de las de verdad), mientras ocultaba una carcajada. Nos hacía natillas, muchas natillas, en el horno de leña. Me dejaba lavarla la cabeza (eso no era nada habitual) y peinar su larga melena repleta de canas. Jugar a peluquera con su trenza interminable y recogérsela en un moño y conseguir que la gustase era todo un reto.

Pero nada era tan emocionante como ganarles jugando a las cartas. El tute, el cinquillo y la brisca eran su especialidad. El abuelo era serio y callado, salvo cuando cantaba las cuarenta. La abuela era muy competitiva. No le gustaba perder nunca. Sus mayores alegrías o enfados siempre tuvieron lugar alrededor de una mesa con otras cinco chicas de su quinta, todas de negro, todas con moños y todas con cara de mala uva. Se repartían en parejas y las partidas a las briscas eran interminables. Apostaban céntimos de pesetas y eso era demasiado serio, había dinero en juego. Cuando mi otra yaya ganaba, se le escapaba un risita maliciosa mientras hacía sonar las ganancias moviendo el bolsillo del mandil.

Así transcurrían aquellos veranos. Veranos en los que merendábamos bocata de sardinas, una onza de chocolate y si había suerte, una rebanada de nocilla. Allí donde fuéramos, llegábamos en bici. Si no tenías o era demasiado pequeño para alcanzar a los pedales, te acoplabas detrás, en la barra o en el manillar. No había miedos. La sensación del aire en la cara bajando cuestas era la senación misma de la libertad.

El olor a tierra mojada tras una tormenta de verano, nos hacía pensar que las vacaciones se iban a terminar, pero una hora después, con los colores del arco iris, empezaban de nuevo. La lluvia también tenía su parte de aventura. Cogíamos bolsas e íbamos en busca de caracoles, "caracol, caracol, col, saca tus cuernos al sol". Luego los poníamos en una gran olla y la tapábamos poniendo encima un mortero de bronce para que no se escaparan. Con la lluvia los colores de la tierra eran más rojos que nunca. El olor a hierba empapada nos refrescaban los pulmones y la Ermita de San Roque era un buen refugio donde confesar los primeros secretos mientras contábamos truenos y rayos.




Y según pasaban los veranos, nos hacíamos mayores. En las vacaciones del pueblo nos iniciamos a la vez en el extraño viaje hacia la pubertad y la adolescencia. Pasamos de ir a la doble sesión de El Capitol, para ir a bailar los primeros "agarraos" cuando éste se convirtió en la primera y única discoteca del pueblo. Cambiamos las incursiones para robar peras o manzanas, por tumbarnos bajo la sombra de un gran árbol y jugar a las cosquillas con las espigas del campo. Alucinamos con nuestros primeros paseos nocturnos bajo las estrellas. Fumamos por primera vez alrededor de una hoguera, con chuletas, calimocho y una guitarra en las noches de luna llena. De las partidas de brisca pasamos a las de mus. Vivimos aquellos guateques al ritmo de Los Beatles, Pink Floid, Serrat, Mari Trini, Cecilia, Camilo Sexto, Roberto Carlos, Simon & Garfunkel, Richard Cocciante, Las Grecas... Nos enamoramos por primera vez al compás de 'Yesterday', 'El jardín prohibido', 'Una estrella en el jardín', 'El gato que está triste y azul', 'Yo soy rebelde', 'Tu nombre me sabe a hierba','Al alba', 'Te recuerdo Amanda'... Cómo olvidar nuestros primeros pinitos como actores en las representaciones de teatro amateur como "Escuadrón hacía la muerte" (así éramos de intensos y rebeldes). Pasaban de mano en mano nuestras primeras novelas como "Cien años de soledad" (faltaban años para que a García Márquez le dieran el Nobel), "Viaje a la Alcarria", "El Túnel", "La Tía Tula", "El árbol de la vida"...

Y lo más increible de todo es que cuando llegaba el final del verano y empezábamos a poner caras tristes, llegaban las fiestas del pueblo. A finales de agosto y principios de septiembre era un no parar de acudir a todas las plazas de los pueblos vecinos en busca de charangas, peñas, encierros, limonada, amores furtivos y risas, muchas risas... Sabíamos que estábamos viviendo las horas más asilvestradas, surrealistas e inhibidas de todo el verano. Exprimíamos al máximo los últimos días del verano.

Y así, de esta manera simple y sencilla, fuimos descubriendo que más allá de nuestro pueblo había otras vidas, otras vacaciones, otros atardeceres. Aprendimos que por mucho que voláramos a China, Australia, Nueva York, India... nada podría sustituir las vacaciones del pueblo. Cada edad tiene su momento, cada momento tiene su lugar. Lo importante es disfrutar cada instante allí donde estés. No mirar atrás con demasiada nostalgia ni tristeza, sino con la sonrisa en los labios de cuando se puede decir:"Que me quiten lo bailao".



El bar de Mari y Juancar, en la plaza. Arriba Golfo, también cliente del bar donde su tapa preferida son las pipas peladas.


Esto lo cuento desde un pequeño pueblo de la sierra, Alameda del Valle, donde hoy han tomado vida todos aquellos recuerdos. Donde mirar los prados, el cielo y las cigueñas sigue siendo un privilegio. Donde al llegar la noche hay que ponerse un buen jersey. Donde hoy, que Hilario cumple 57 años, nos vamos a volver a sentar alrededor de una mesa del bar de la plaza. Mari ha preparado cochifrito e Inma ha traído las primeras lechugas de su pequeño huerto. Los demás, Goyo, Flora, Juan Carlos... estaremos allí para celebrar la llegada del verano y la proximidad de las vacaciones.


Ayer, hoy y mañana, el pueblo seguirá siendo el pueblo.

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5 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

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20 de junio de 2011, 3:28  
Blogger inesilla ha dicho...

He vuelto a recordar los veranos en mi pueblo... ¡¡qué gustazo aquellas horas!!

Mirad qué bonito:

http://www.maiscasas.com/tremor/pueblos/colinasdelcampo/index.html

21 de junio de 2011, 2:27  
Blogger partyinthebagpack ha dicho...

Colinas del Campo,Riaza, Alameda,... todos los pueblos tienen en canto. No me extraña Inés que hayas salido tan asilvestrada jajajaj criándote en pedazo de pueblo. Besos y mil gracias.

21 de junio de 2011, 3:59  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Aunque me gustan más los sitios y viajes tranquilos, cómo aquel en el que pude sentir/robar el tacto de su cabello por última vez, me alegro de que se te haya llenado de amigos el sitio. Se feliz...UB.

8 de julio de 2011, 3:30  
Blogger partyinthebagpack ha dicho...

Tú fuiste el primero en llegar, espero no te retires porque nunca se tienen amigos suficientes. Lo intento. Tú también sé feliz. Muak

8 de julio de 2011, 4:48  

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