miércoles, 28 de diciembre de 2011

VUELVO A CASA VUELVO... POR NAVIDAD

Ya está aquí la Navidad


Hay ciertos viajes que estamos obligados a repetir y que con el paso del tiempo adquieren rituales que me encanta mantener. Ese viaje siempre se repite en las mismas fechas: Navidades. Todo comienza el día 22 de diciembre con el sorteo de la loteria y los niños de San Ildefonso. Todo comienza cuando en la tele sale un anuncio de turrón cuya sintonía es "Vuelve a casa vuelve por Navidad". Sí, ya sé. Muchos reniegan de este viaje. Para muchos la Navidad no deja de ser un invento de los centros comerciales o una olla a presión de conflictos cuando toda la familia se reune alrededor de una mesa. Muchos son los chistes y las bromas que se hacen al respecto. No digo que no tengan parte de razón, pero yo me sigo emocionando al ver las luces del árbol de navidad.
Enciendo la tele y no me lo puedo creer: ¡Es diciembre y se están bañando en la playa! Abro la ventana y compruebo que más que Navidad parece primavera. Como dice mi abuela, "este tiempo está tan loco como la vida misma". Llevo toda la vida escuchándola decir "desde que el hombre pisó la luna, ya nada es lo que era". Mira que me he reído siempre, pero al final va a tener razón. Yo también hecho de menos aquellas navidades de calles y campos nevados, chimeneas humeantes y olor a castañas asadas. Sé que para muchos estas fechas no son más que un invento de los centros comerciales; para otros, una olla a presión de conflictos familiares, los hay que detestan estos días porque se acuerdan de los que ya no están... Pero lo confieso, no me da vergüenza, me sigo emocionando cada vez que se encienden las luces del árbol de Navidad. Y entonces vuelvo a cantar eso de "vuelvooo a casa vuelvooo por Navidad". Un viaje que se repite año tras año.




Este año habrá una chimenea que encender. Entre las llamas festejaremos la llegada de una nueva llama con luz propia y en vez de ver "La familia y uno más", brindaremos porque las próximas navidades habrá un calcetín más que colgar en la chimenea. Porque a partir de este año, la figura de los Reyes Magos y del Olentzero cobraran más fuerza si cabe. Brindaremos porque hay que festejar muchas cosas. A pesar de los pesares, del paro, de la desilusión y el desencanto que invade cada día más nuestros hogares, siempre hay motivo para festejar, sobre todo si uno tiene la suerte de tener a la familia y a los amigos a su lado. Dicen de nosotros, los españoles, que siempre encontramos un motivo para reír y estar de fiesta. Pues sí, y que no nos lo quiten. Me gusta viajar a esos países en los que tal vez no estemos tan "civilizados" y "avanzados", pero que la gente no se averguenza de que les miren cuando se ríen a mandíbula batiente. Que siempre busca un momento para compartir. Que improvisa la vida según va surgiendo. Que no importa tanto lo que se tiene como lo que se es.
Poner el árbol y el belén es todo un ritual, eso sí, siempre todos juntos. Unos mirando, otros van dando órdenes y otros colocando bolas. Empaquetar y desempaquetar todos los años las mismas figuras, los mismos adornos y sin embargo cada año nada se parece al año anterior. Mi madre pensando en qué se va a cenar. Mi padre preparando los primeros aperitivos. Y todos venga a comer y comer. Es cierto, en estas fechas parece que el mundo se fuera a acabar y devoramos cantidades de las que luego nos arrepentimos. Cuando el ángel o la estrella corona el árbol, cuando el niño Jesús ya reposa en su pesebre, es que la Navidad por está aquí.

Sí que me acuerdo de aquellas navidades en las que soñábamos con la llegada de las inocentadas y la compra de bromas en la Plaza Mayor; de las travesuras que sacaban de quicio a mi abuela; con las historias de viejas navidades en época de postguerra que narraban mis mayores; con las primeras salidas de Nochevieja, con el mal trago de las uvas que siempre se nos atragantan... Sé que no se puede volver a los viejos tiempos donde un día uno fue feliz, pero también sé que se pueden crear nuevos momentos en los que también seremos felices.
Los años van pasando, pero no hay nada como pasear por las calles en busca del espíritu navideño y, no hay nada más bellos, que colgar los buenos deseos en nuestros corazones. Por eso este año, una vez más, quiero escribir la carta a los Reyes Magos:





Queridos Reyes Magos…de Oriente

Este año me he comportado como he podido y dadas las circunstancias, sólo puedo decir que he sobrevivido, que no es poco. Os podría pedir miles y miles de cosas, pero me voy a limitar a desear la felicidad a todas las personas que quiero:

Deseo que mantengan la salud e incluso la mejoren. Dales fuerzas para ir al gimnasio, al médico, cuidarse los hábitos como ellos consideren, que ante el dolor se crezcan, que piensen en positivo y, sobre todo, que sigan acompañándome en mi camino. Eso sí, muy cerquita para sentir su aliento.
Deseo que puedan sentirse realizados acudiendo a un trabajo, sufriendo los duros despertares de los lunes tras el domingo. Deseo que sigan quejándose de las horas extras que no les pagan, de la competencia en la oficina, de los dimes y diretes… porque eso significará que siguen trabajando. Que sigan teniendo historias que contar y nos regalen más libros, nos hagan más pelis o nos cocinen mejor que Arguiñano.Que no dejen de inventar cosas nuevas con sus manos y no paren de sorprendernos.
Deseo que no sean indiferentes a las alegrías y penas del corazón. Que sigan creyendo en las historias felices y románticas. Que nunca digan nunca más y tiren la toalla. Que sus ojos vuelvan a brillar tras ese primer beso. Que la lluvia de caricias y besos les inunde sus corazones.
Deseo que nunca les falte la ilusión, la esperanza, la fe en el ser humano, y sobre todo el valor de la amistad. Deseo que no pierdan la sonrisa jamás.
Deseo que mi familia siga abriéndome sus brazos y corazones para darme fuerza cuando la necesite.
Y por último, para mí, deseo que yo sea una tía feliz pero que muy feliz, y si eso viene además con un poco de trabajo mejor.
Aquí os estaré esperando, con los zapatitos limpios y algo de anís y turrón. Este año los pondré al lado de la chimenea para que no paséis frío.
Un beso muy fuerte
.


FELIZ 2012



Posdata: Mil gracias porque este año Baltasar me ha traído todo lo que he pedido. Un trabajo, nuevos amigos y el cariño de mi gente.

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jueves, 13 de octubre de 2011

EL VIAJE MÁS BARATO: LA RISA

Es abrir La casa de los olores y las carcajadas brotan.

Pongo la tele, abro el periódico o conecto la radio y siempre es lo mismo en los tiempos que corren. Sube el paro, el déficit aumenta, los desahucios son diarios, la depresión y la ansiedad son un diagnóstico generalizado. Vivimos un momento en el que te da hasta miedo preguntarle a nadie ¿qué tal te va? Temes la respuesta. Stop. Me quiero bajar de este tren cargado de desesperanza y pérdida de ilusiones. Quiero huir, marcharme lejos y dar la espalda a la cruda realidad, pero me es imposible. Este mes tampoco me llega para comprarme un billete y desaparecer. Entonces me acuerdo de algo que me dijo un buen amigo: "Es cierto que los bostezos son contagiosos, pero nunca olvides que la risa también lo es y cotiza más en la vida".
Es cierto. La risa no cuesta nada, una buena carcajada al día es el mejor somnífero, como tratamiento de belleza no tiene precio y es la mejor inversión para el recuerdo. Tengo el privilegio de tener amigos que comparten este mismo mantra y cada vez que la vida golpea duro echan mano de una fórmula mágica para convocar a tan preciada diosa: la risoterapia.



Inma e Hilario nos abren las puertas de su casa. Su lema: "Sé tú mismo y no juzgues".



La primera regla para ser invitado es "Absténganse los amantes de la comida rápida y los abstemios. El agua para los peces".














Cuando comento a los no iniciados el efecto de una buena risoterapia me miran como si estuviera loca. La mayoría piensa que se trata de una terapia donde nos sentamos unos frente a otros y forzamos la carcajada, como si fuéramos cuatro locos que pertenecen a una secta rara. Pero nada que ver. Desde hace seis años nos reunimos al menos dos veces al año durante un fin de semana a tan sólo una hora de Madrid. La primera vez apenas nos conocíamos, el único nexo en común era Inma. Ella sabía que juntando a una serie de personas la magia iba a surgir de inmediato. Y así fue. Hoy en día no sólo compartimos estos momentos, sino también muchos otros no tan dichosos y sobre todo una buena amistad. No hace falta que nos veamos todos los días ni que nos contemos nuestras vidas con pelos y señales. Es mucho más simple. Se trata de saber que nos queremos, que nadie duda de nadie, que el repartir abrazos y achuchones cura el alma, que si necesitamos algo basta con silbar y vamos, y sobre todo de ir haciéndonos mayores al unísono. Da lo mismo diferencias de edad, de opinión o de creencias. Lo importante es simplemente "estar".

Dos veces al año, que suelen coincidir con el cambio de estación, primavera y otoño, ajustamos agendas (que no es tan fácil) y convocamos nuestra peculiar risoterapia. Es algo sagrado. Viernes tarde nos desviamos en el punto más erótico de la carretera de Burgos, Km 69, y nos reunimos en La casa de los olores. Nada más llegar empieza una espiral de besos, abrazos, piropos y buen rollo que no cesan hasta que nos tenemos que separar el domingo. ¿Demasiado ñoño o empalagoso? Todo lo contrario. Los mimos desestresan, desbloquean las emociones, despiertan a ese Peter Pan que seguimos llevando dentro, te alejan de las mentiras, de la hipocresia, de la envidia, te desarman y sacan lo mejor que llevamos dentro. Lo importante es ir predispuesto a compartir.

La buena música siempre de fondo. El viernes por la tarde todos ayudan como pueden en la cocina y nuestra Chef Inma va marcando cada paso. Hilario, el hombre del fuego, aviva la chimenea y nuestras gargantas con vinos y cerveza. La mujer de las muletas virtuales comienza alguna de sus típicas anécdotas que provocan las primeras risas. La niña de sus ojos no para quieta, ahora una foto, ahora un cigarrito, ahora un abrazo y de nuevo nos hace bailar con el último grupo que acaba de descubrir. Carolain termina viendo la luz y el subrealismo ya no cesa. Divain (tal cual suena) no para de decir: "jo maja, qué bien huele, qué rico está". Aguilera friega y friega, los demás rezamos para que no vuelva a romper una copa más. Las novatas intentan seguir el ritmo de Inma en la cocina, pero no les resulta tan fácil los movimientos envolventes de la cuchara. Yo empiezo a picotear, a querer comerme bizcochos recién sacados del horno. Una sintonía compuesta de risas y más risas, ruidos de cucharas y cuchillos, y cuyo paso lo marcan la felicidad de estar juntos.

Unas veces botillo, otras kuskús, otras patatas a la marinera, otras arroz al horno, parrillada de verduras o de carne, pastella... Todo ello acompañado de ensaladas, gambas a la gabardina, croquetas, quesos varios, los tigres, brochetas de gambas, la tarta flora, la pascualina, cangrejos pa chuperretearse los dedos, tomates verdes en conserva o berenjenas de producción propia, embutidos traídos desde masías perdidas de Catalunya, un cochifrito de aperitivo...
Y siempre regado bien con sidriña de la tierra de Hilario, vinos de esos que te hacen perder la cabeza, cava, cerveza, gin tonic con pepino y sin pepino, el típico cuba libre y tó lo que se preste. Pero nunca pueden faltar los bizcochos de todo tamaño y sabores, los hojaldritos de cabello de ángel, la panacota, tarta de manzana, tarta de queso (versiones varias),... En la mañana nada como levantarse y desayunar en el porche mirando hacia las montañas mientras te untas una tostada con las mermeladas de moras, fresas o naranjas echas por Inma. Como la fruta es algo indispensable, este año hemos pelado todos los perales del jardín porque sus peras eran toda una tentación. ¿O sólo es tentación morder la manzana?
No os equivocáis. Engordar, engordamos, pero de felicidad. Nadie puede sentirse triste ante una mesa llena de viandas tan ricas y echas con tanto amor, ni rodeado de gente que sabes te quiere bien. Tampoco hay prisas, entramos en un estado de éxtasis tal que el tiempo se detiene y parece que cunde más. No sólo cocinamos y comemos, también hay tiempo para hacer amigos en el pueblo (Goyo, Flora, Mari, El Perdi y su amigo, Chiquitín, El Sacris...); visitar los bares (fundamentalmente dos); ir en busca de caballos cuando bajan a beber al río o subir a los prados donde una vaca está a punto de parir; dormir la siesta si es preciso; bailar y bailar hasta la danza del vientre o jugar a las películas; pintarajearnos las caras como si fuéramos niños o ir a los columpios; mantener conversaciones que no tienen fin, y sobre todo, reír a mandíbula batiente. La conclusión es que si una desgracia o pena se cuenta entre risas se digiere mejor.



Las noches son interminables. El único hombre que resiste a tanto desvarío femenino, Hilario, es capaz de regalarnos un peculiar streep-tease para que no se nos olviden cómo son los hombres que tanto se niegan a venir a la risoterapia. Que haberlos los ha habido ojo: David, Pablo y el inolvidable Carlos El Cuerpazo. Y es que claro cuando terminan por entender que es un finde donde puede ocurrir cualquier cosa menos el conocido placer horizontal, prefieren hacer ellos también su noche de chicos y dejarnos solas.
Y así pasamos dos días inolvidables en La casa de los olores, aunque siempre nos saben a poco. Son una inyección de felicidad para soportar la monotonía gris que nos envuelve últimamente y para seguir cultivando la esperanza y la ilusión. Un viaje económico e inolvidable. Y si no mirad estas caras.







martes, 12 de julio de 2011

UN VIAJE DE PERROS



Rufo, mi sobrino perruno poligonero de Chiclana.



Rufo como veis es un perro. Mejor dicho, un chucho sin raza definida, no tiene pedigrí. Por eso mismo fue abandonado. Pertenece a una camada no deseada, pertenece a la casta más baja de perros. Al igual que todos nosotros no pidió venir a este mundo, pero llegó. No sabemos exactamente ni el día ni la hora. El veterinario cree que pudiera tener unos dos años y medio. Su lugar de nacimiento: Chiclana (Cádiz). Al menos allí se le encontró perdido en un polígono industrial. Abandonado, sucio, hambriento y temeroso. Dos años y medio caído en el olvido. Pero dentro de su infortunio ha tenido suerte, es un perro afortunado. Ahora ya tiene una familia. Hoy quiero contaros su largo viaje hasta Madrid, hoy quiero que me acompañéis en un viaje de perros y aunque en principio no suene muy agradable, tiene un final feliz.

No sé si sabéis que cada tres minutos un animal de compañía es abandonado en nuestro país. En 2010 fueron encontrados 109.000 perros que andaban sin rumbo y sin dueño por distintas protectoras de animales y ayuntamientos. Una vez que son recogidos su destino son las perreras y allí, dependiendo de su estado y circunstancias, el 17 por ciento son devueltos a sus dueños, otros son adoptados (un 45%), algunos auxiliados por un tiempo o algunas veces, sacrificados aplicando la eutanasia (16%). Rufo pertenece al grupo de los adoptados. Un milagro en estos tiempos que corren porque debido a la crisis, los socios de las protectoras de animales han descendido un 25 por ciento. Pero dejémonos de estadísticas. No miremos a Rufo como no queremos que nos miren a nosotros, por ejemplo en las estadísticas del paro, como una cifra más.

Queramos o no, toda nuestra vida hemos estado acompañados por algún perro. Viajamos al espacio con Laika; jugamos a indios y vaqueros con Rin tín tín; peleamos en la Galia con Idefix; fuimos aventureros por el mundo con Milú; pedíamos a los Reyes Magos que nos trajeran una perrita Marilín como la que hablaba en la tele con Herta Frankel; saltamos por las montañas con Niebla; nos batimos en duelo con mosqueteros como Dartacan; lloramos a moco tendido con el romance entre Reina y Golfo mientras comían espaguetis; hemos golfeado y vagueado con Pluto, Goofy, Scooby Doo... Después quisimos ser pijos e irónicos como Snoopy; jugamos a detectives con Rex y, ahora sobre todo, soñamos con ser millonarios como Pancho.

No olvidemos que el perro empezó siendo nuestro primer compañero de cacerías en las cavernas, luego fue el guardián de nuestros rebaños y casas, después nuestro lazarillo y al final terminó por convertirse en nuestro animal preferido de compañía. Más de uno sigue manteniendo eso de "el perro es el mejor amigo del hombre", o eso otro de "cuanto más conozco a mis amigos, más quiero a mi perro".

Sí, sí. Estamos más que hartos de pisar las cacas de los perros cuando andamos por las calles o parques. Hartos de que el perro del vecino ladre sin parar todo el día, o de que nos meen en las ruedas del coche un día sí y otro también. Pero ya lo dice César, el encantador de perros más famoso del mundo, los dueños, la culpa es de los dueños en el 99 por ciento de los casos. Cada vez que veo uno de sus programas en la tele siempre llego a la misma conclusión. César no acude a las casas para redomesticar o entrenar a los chuchos, en realidad, en lo que en verdad consiste su labor, es en domesticar a los propios dueños. Los mismos que a veces olvidan que un perro es un perro y no un bebé o un hijo. Esos que llevan al perro a tal confusión mental que no les explican que ellos no pueden sentarse a comer en la mesa con nosotros; que no se pueden subir al sofá o a la cama; que para hacer pipí existen horarios y lugares específicos; que cuando se está de visita hay que comportarse. Esos que no logran entender que por mucho que se quiera al animal no deja de ser un animal.

Una batallita ejemplo: Hace muchos pero que muchos años, trabajé en una pastelería con el fin de pagarme los estudios y caprichos. Un buen día entró una señora de esas de postín. Uñas inmaculadas, labios perfilados, pelo muy cardado y abrigo de visón. "¿Qué desea?", le pregunté. "Una caja de bombones, pero que sean de los buenos eh", me dijo sin apenas mirarme a la cara. La señora hablaba con alguien a quien yo no veía. Cuando miré al suelo, vi un caniche peinado de peluquería, con todos los lazos puestos en su cabeza y abrigo de tela escocesa. Si no le enseñé diez cajas de bombones no le enseñé ninguna. Al final se decidió por la que estaba precisamente en la estantería más alta, así que fui a por una escalera y como pude alcancé la caja de bombones. El cliente siempre tiene la razón. Me hizo envolverla en papel de regalo y ponerle un lazo. Tanto trabajo para un final tan subrealista. "Mira chiquita, mira linda, mi cosita... mira lo que te ha comprado mamá por tu cumpleaños, ¿a qué te gusta? Mira qué lacito...", le susurraba a la perrita la señorona (siempre con voz melosa y cantarina). Acto seguido y antes de pagar, la señora tiró la caja al suelo para que su "chiquita" destrozará el lazo, el papel de regalo a mordisco y lograse, entre tanto papel, comerse los bombones delante de mis narices. En mi vida me he sentido tan... ¿mal?
Esto no supuso coger una animadversión hacia la raza canina t
an solo hacia algunos humanos que olvidan con facilidad el rol que nos corresponde a cada uno en esta vida. Pero una de cal y otra de arena. También pude comprobar, cuando tenía unos ocho años, que un perro puede despertar la conciencia solidaria entre los humanos. Un buen día llegó un perro color canela al barrio. Al igual que Rufo estaba perdido. No tenía collar ni nombre ni documentación. Estaba tan falta de cariño que enseguida respondió a las caricias de todos nosotros. Se convirtió en nuestra mascota. Todos los días le bajábamos comida y agua, le bañamos, le hicimos un collar y le pusimos un nombre, Golfo. Estuvo dos meses instalado en una caseta que le hicimos en los jardines de la plaza. Una mañana apareció una furgoneta blanca de la perrera. Alguien se había chivado, nosotros siempre pensamos que fue la Protestona, esa mujer que estaba enfadada con el mundo y que lo pagó con Golfo. En cuestión de minutos, como era verano, alguien dio la voz de alarma y bajamos todos a proteger a nuestra mascota. Lo bueno es que no sólo éramos niños los que estábamos rodeando a Golfo, también bajaron nuestras madres en delantal para suplicar a los de la perrera que no hicieran eso a los niños. Al fin y al cabo el perro no había mordido a nadie y cuidaba de sus hijos. Fue la primera vez que asistí a una manifestación solidaria y fue todo un éxito. Nuestra alegría duró sólo una semana más. Sin despedirse, Golfo desapareció dejando olvidado el hueso que le habíamos regalado entre todos. Hubo quien dijo que la Protestona, aprovechando la nocturnidad pegó al perro hasta que este se alejó de allí para no volver. La vida siempre tiene dos caras.

Las vueltas que da la vida y más las de un perro. Vida perruna dicen. Pero el viaje de Rufo ha sido bien distinto gracias a Evolución, una asociación por la defensa y los derechos de los animales. Desde Chiclana ha llegado a Madrid. Primero un mes en una casa de acogida en un pueblecito llamado Alarpardo, a las afueras de la capital, donde ha recibido las primeras caricias de su vida. Hasta allí fuimos a conocerle los que serán sus dueños, Inma e Hilario, y una servidora. Nada más abrir la puerta vino hacia nosotros y nos saludó. Por collar lucía un hippie-pañuelo. No ladró, sólo se acercó, sacó su lengua y nos lamió las piernas. Ahí nos ganó, lo reconozco. Nos miraba mientras escondía entre las patitas una pelota. Nos estaba invitando a jugar con él. Sacó toda su psicología perruna y nos engatusó (emperrunó sería mejor). Lo tuvimos claro, Rufo vendría con nosotros. Su viaje en busca de un hogar llegaba a su fin. Acercarnos a él no fue ningún problema. A las primeras caricias, se tumbó en el césped, se giró y pidió más cosquillas. No hacía ni siquiera intención de jugar a morder. Sólo lamía y lamía mi mano. Sus ojillos, escondidos entre tanto pelo, irradiaban chispitas de alegría. Nos dejó sin palabras. Cuando nos montamos en el coche, ninguno de los tres podía hablar de otra cosa que no fuera Rufo. Inma y yo queríamos habérnoslo llevado en ese momento. Hilario nos devolvió a la realidad: "Hasta que no nos den toda su documentación, imposible".

Y es que Rufo, antes de llegar a casa ha tenido que ser vacunado de todo y más, incluso le han castrado (algo que por lo visto es bastante normal en estos casos). Le han puesto un chip, le han arreglado los papeles, ya no es un indocumentado. Ahora es un perro legal. De hecho, Hilario e Inma han tenido que firmar un contrato de adopción por el cual se comprometen no sólo a cuidar debidamente de Rufo, sino también a no abandonarle, ni regalarle ni venderle. No son sus dueños ni señores, son sus padres adoptivos digamos. Para comprobar si son realmente responsables, en cualquier momento pueden recibir de un agente "perruno social" para comprobar que Rufo está en buenas manos.

Peor suerte han corrido otros paisanos suyos de Chiclana. Hoy precisamente el Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona), de la Guardia Civil ha detenido en Cádiz a una banda que traficaba con 24 perros. Resulta que en Italia las ayudas públicas para la manutención de estos animales es superior a la que se percibe en España. Una asociación, "Vita, zampa per la Spagna", que alega que en nuestro país somos unos bárbaros poco menos con los animales, compra perros abandonados en España para importarlos al suyo. A priori suena bastante bien, pero la realidad es que a estos 24 perros se los llevaban hacinados en una furgoneta, en condiciones infraperrunas (llevaban más de cuatro horas encerrados en el vehículo y les esperaba más de 22 horas de viaje) y sin documentación alguna, con destino a Milán. Por lo que me he podido enterar parece ser que en Italia hay un vacío legal y no se pueden sacrificar perros italianos para experimentos científicos, por eso los adquieren de cualquier manera fuera del país. Y precisamente por ese vacío legal resulta que los perros no tienen que presentar en aduanas ningún tipo de documentación. Nuestros perros gaditanos iban a ser utilizados como perrillos de indias para experimentos científicos y su destino final no sería otro que miles de enfermedades, sufrimientos y por fin la muerte. Menos mal que su objetivo, según dicen, es salvar a los animales.






Imágenes de Seprona en el momento de la retención de la furgoneta con los 24 perros.



Rufo está a salvo en casa. Lleva una semana en su nuevo y definitivo hogar. Bueno es muy bueno, pero está todo el día dando saltos de alegría. Sigue sin ser un perro muy ladrador, pero tiene querencia a callejear. Es abrir la puerta y salir disparado. Lógicamente un perro poligonero no está acostumbrado a reglas, ni a límites. El veterinario dice que se acostumbrará, que hay que darle tiempo. Ahora sus padres adoptivos tienen que esforzarse al máximo por hacerle entender que debe respetar algunas normas básicas. Por ejemplo, no puedes hacer pipí en la alfombra, al sofá te he dicho que no se puede subir y deja en paz a los pájaros. Los pájaros no se comen. El otro día Rufo, un tanto macarra andalusí, acorraló a un mirlo y no lo quería dejar escapar. Obviamente si yo fuera perro y perro abandonado, me habría buscado la comida de cualquier manera y si eso supone cazar pájaros, los hubiera cazado.

Yo también lo he adoptado en cierta manera. De toda la vida en casa ha habido perro, pero su perdida ha sido siempre demasiado dolorosa, por eso me dije nunca más. Por otro lado, me digo mira que me tengo prohibido encariñarme de perro alguno puesto que no lo puedo cuidar como es debido, pero ¿a quién no le gustaría tener un sobrino perro como Rufo?


Mañana viene a visitarme y se quedará una semana de vacaciones conmigo. Será una pequeña revolución en casa. Me temo que nuestra convivencia va a tener sus momentos de pequeñas broncas, pero también de muchas alegrías. Guau, guau. Siempre he notado que los perros, al menos con los que he convivido, tienen una capacidad innata para acercarse y regalarte un mimo justo cuando más lo necesitas. Que son capaces de amoldarse a tu ritmo mejor que tú al de ellos. Carecen de pudor y del sentido del ridículo por eso son los mejores a la hora de demostrar su cariño. Son leales, generosos y siempre con ganas de robarte una sonrisa. Guau, guau. Le llevaré al parque para que haga amiguitos y aprenda a jugar con otros perros, y cómo no, me agacharé cuantas veces sean necesarias para recoger las caquitas que vaya dejando en su caminar. Predicar con el ejemplo. Os contaré.


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miércoles, 6 de julio de 2011

UN VIAJE CON LOS MALUCOS

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Carlos Chamorro, el duende de la danza.


Los viajes no hay que intentar comprenderlos, tan sólo vivirlos. Dejarse llevar, querer ser arrastrado cada segundo, cada instante, por el devenir de los hechos. A veces uno necesita no hacer planes, simplemente seguir la voz de un amigo y no pensar: "Vente", e ir. Esto es lo que me ocurrió en uno de esos parones que todo freelance conoce bien. Acababa de terminar un proyecto, estaba realmente harta, cansada y con ganas de desconectar, de largarme lejos. Pero faltaba un mes para volver a coger la mochila y perderme en el desierto. Era febrero y Madrid me empezaba a angustiar. De pronto sonó el teléfono y al otro lado escuché la voz de Carlos: " ¿Qué vas a hacer en Madrid? ¿Por qué no te vienes a Barna? No te hagas de rogar, vente mañana. Estamos en dos pisos de Las Ramblas, hay sitio de sobra. Estamos todos, vente. Te espero", y colgó sin más.


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"Malucos Flamenco" es uno de los espectáculos de la Compañía Malucos danza.


No lo pensé. Al día siguiente, estaba en Barna. Según empecé a hacer la maleta fui consciente. Atrás quedaban las formalidades, la reglas inamovibles, los horarios establecidos, el guardar las formas, el sentido del ridículo, la vergüenza, los colores tristes... La vida encorsetada. Según pisé el aeropuerto del Prat respiré profundo y también fui consciente. Olía a mar, olía como huele cuando uno se sabe libre. Cuando durante un tiempo no tendrá que dar explicaciones a nadie. Se abría una nueva puerta donde iniciar un viaje sin mirar atrás. La cara se relajó y una sonrisa se instaló en mi rostro. Una sonrisa que no desapareció hasta que tuve que despertar a la realidad... y regresar.


Cuando uno flota al andar; cuando no deja de sonreír a todos aquellos que se cruza por la calle; cuando te entretienes con las miradas en el metro o en el bus sin ningún pudor, cuando uno canta o baila en plena calle sin importarle el que dirán, se puede decir que uno es completamente feliz.


(Ahora que lo pienso, puede ser que por eso muchos eligen como destino países lejanos, porque allí se muestran totalmente desinhibidos y por unos cuantos días son lo que siempre quisieron ser y no logran ser).


Así inicié el viaje. Respondía a los deseos de un ser muy querido. Aunque había surgido de la noche a la mañana, sólo una cosa estaba clara. En Barcelona me esperaban mis Malucos (locos en portugués), esos seres que danzan por el mundo regalando no sólo arte, sino también muchos mimos, achuchones, besos y risas, pero que muchas risas.


Tener la suerte de compartir viaje con Malucos danza, esa pequeña compañía formada por Carlos Chamorro, es siempre un lujo. Estaban en Barcelona representando "Malucos flamenco" en la sala Versus Teatre. Un espectáculo lleno de simbolismos y ternura, con Camarón de fondo. Subrrealista, irreverente, lujurioso y rompedor. Tiene la magia de cautivar al público, sin palabra alguna sólo música y danza, que sale siempre sonriendo y con ganas de más.

Yo no bailo, mucho menos canto. ¿Qué iba a hacer yo en la compañía? "Ser una maluca más y disfrutar", me dijo Carlos. Lidia, el otro alma mater de la Compañía, enseguida me dio quehaceres. "Atenderás el bar que hemos improvisado y echarás una mano en lo que se necesite, de paso si quieres hacer fotos, hazlas". Así fue como me incluyeron en el reparto: chicaparatodo.


Formar parte de una compañía de danza o de teatro es entrar en un nuevo mundo. Es como traspasar el espejo de Alicia en el País de las Maravillas. A partir del momento que cruzas el espejo el mundo se transforma. He viajado con más de una compañía de teatro y danza, tanto por España como por el extranjero, pero el mundo de Malucos es especial. ¿Qué lo hace tan especial? Carlos Chamorro, su fundador y director. Para él la Danza no es una profesión, es una forma de vida. Chamorro es Chamorro encima y debajo de un escenario. No hay más. Es lo que ves. He trabajado con muchos otros y doy fe que por lo general una vez que se apagan los focos, la magia se rompe.



Para Carlos tan importante es crear una coreografía, como pegar los carteles por la calle. Está en todo, en la música, en el vestuario, en el maquillaje, en la intendencia, en las luces...Siempre tiene claro lo que quiere. No se le escapa nada. Tampoco se le caen los anillos por cargar o descargar la escenografía si es necesario. Es de los pocos coreógrafos, sino el único, que no grita. Rara es la ocasión que pueda perder los nervios.

En Las Ramblas vivíamos como en un gran hermano. Toda la compañía juntos en dos apartamentos. Aunque nos hubiéramos acostado con las primeras luces del alba, despertarse era un placer. Adormilados, con los pelos revueltos y los restos del maquillaje todavía pegados a las pestañas, lo primero que hacíamos era darnos muchos besos y abrazos al desearnos los buenos días. Cada uno se las ingeniaba para entrar en la cocina y prepararse el desayuno. Tal vez, con un poco de suerte, alguno se había bajado a la calle a comprar churros. Sentarnos, sin apenas hablar, alrededor del café y empezar a reír era todo uno. Los recuerdos de la noche vivida no eran para menos. Anécdotas y más anécdotas.


Nadie estaba obligado a nada. Cada uno era libre de hacer lo que quisiera, eso sí, a las cinco en punto había que estar en el teatro. Había días que permanecíamos todos juntos, 24 horas al día. Salíamos a comer a un chiringuito de la playa o hacíamos pasta para todos, eso dependía del bolsillo. Paseábamos entre olas, playas y escaparates. Intercambiábamos modelitos y besos; besos y cigarros, besos y bocatas, besos y lágrimas, besos y vino, besos y más besos.
Hacíamos amigos en todos los bares, en todas las calles, con las putas, con el yonki, con el camarero de la Boquería, con el mimo, con los vecinos, con la señora del metro, con el vendedor de flores o de lotería. Daba lo mismo. Una de las cosas que he aprendido viajando con ellos es que todo el mundo puede ser un artista o un amigo. La gente se quedaba mirándonos por la calle. Discretos, lo que se dice discretos, no éramos ni lo seremos. La alegría hay que gritarla a los cuatro vientos.
Otros días nos desperdigábamos y nos encontrábamos en el teatro. Como en todo viaje es fundamental tener tiempo de desconexión del propio viaje. Perder de vista al que te acompaña para reencontrarte luego y continuar de la mano.



En el teatro, por mucho que la obra ya se haya ensayado y estrenado, siempre hay un ensayo más. Diariamente. Repasar luces, limpiar escenario, coser trajes, pruebas de sonido... Al igual que en una partitura, todas las notas deben estar equilibradas y en su sitio. No puede fallar nada. El público no se lo merece, ha pagado por ver un espectáculo.
A las cinco, te duela el cuerpo o no, estés enfermo o no, se haya muerto tu abuelo o no, lo primero que hay que hacer es calentar. En ese momento, los bailarines se tiran al suelo y comienza su danza interna. Apenas hablan. Se les escucha respirar. Sus cuerpos se doblan como si fueran juncos. Están concentrados. Es como si el tiempo se detuviera en ese instante. Se ajustan las vendas en las lesiones, se masajean el brazo donde ayer sufrieron un calambre... Después empieza el ensayo. Es el periodo de la reiteración. Una y otra vez repiten y repiten los pasos. Corrigen posturas, expresiones, entradas y salidas... No prestan atención a lo que ocurre a su alrededor. El que grita pidiendo un alargador, el que se queja porque alguien ha tocado la mesa de luces, la pesada de las fotos, o si resulta que no se están vendiendo las suficientes entradas.
Después todo se acelera. Apenas queda tiempo para maquillarse, vestirse y salir a escena. Por lo general los camerinos suelen ser lugares estrechos, pequeños, sin mucha ventilación y apenas comodidad. Todo el mundo necesita un espejo donde mirarse. La ropa tiene que estar estirada y a mano. ¿Donde hay un espacio para poder planchar? Pregunta alguien.

Las bambalinas es donde se esconden los misterios del teatro. Entre cajas se vive todo lo que el público jamás verá. Se establece una complicidad de cuchicheos, silencios, risitas, coqueteos y bromas que evaporan el miedo escénico. Según van diseñando sus rostros a golpe de rimel van pensando en el pago de la hipoteca, si se olvidaron de comprar lechuga, si tienen que llamar a casa urgentemente...




Pueden llegar a parecer robots. Toques de colorete, sombra del ojo, pestaña postiza, la horquilla que sujeta la diadema, la media de rejilla... "Quedan cinco minutos", grita el regidor. No están listos. No van a llegar. Se han perdido las narices de payaso y el tutú se ha enganchado y tiene un siete. Lidia les persigue por todas partes. Va dando soluciones a todo el mundo. Carlos empieza a cantar para espantar los nervios y relajar el ambiente. No sé cómo lo hacen, aún estando allí presente. Se sube el telón, encienden las luces y la música invade la platea. Zasss, aparecen en escena y uno inicia el viaje por los aires con el duende de la danza.



En el bar se han acabado las existencias. Repongo corriendo las neveras y me cuelo entre las escaleras de platea. Da lo mismo si lo he visto mil veces. Siempre me sorprenden con algo nuevo y les envidio. ¡Por Dior y Chanel, quiero danzarrr! Contemplo desde allí esos cuerpos que vuelan por los aires, sus pies retumban en el escenario, les tengo tan cerca que siento su respiración agitada. No han parado. Una hora y siguen danzando. Sonríen y juegan con el público. A la gente se la ve disfrutar con ellos. Termina la función y llegan los aplausos. La gente se pone en pie y salen con su nariz de payaso. Les ha gustado y yo soy muy feliz. ¿Una cerveza más?



Al bajar el telón, la función todavía no ha terminado. Hay que desmaquillarse, recoger camerinos, ducharse y salir a cenar. Entretanto Lidia hace recuento de caja. No ha sido un mal día, pero yo me pregunto ¿por qué está tan mal pagado un viaje al País de las Maravillas?


Así fueron transcurriendo los días junto a Malucos. Las noches eran más fascinantes que el día. Bien porque salíamos a quemar las calles, bien porque nos acurrucábamos en el sofá, apretujados viendo cualquier cosa. Otros días nos colábamos en la fiesta de los vecinos. Otros simplemente caíamos en la cama rendidos. Pero antes de irnos a la cama, volvía el ritual de los besos y los abrazos. La alegría de haber compartido un día más.


Con ellos he viajado muchas veces. Hemos recorrido carreteras y pisado escenarios de todo tipo. Con ellos me estrené como guionista para danza en un homenaje a Gloria Fuertes. Con ellos disfruto de Lavapiés, La Latina, La Gran Vía... de cualquier lugar donde nos encontremos, somo felices. Felices por estar así de locos; felices por compartir penas y alegrías, felices por estar juntos. Sobre todo, felices por sentirnos libres y no ser juzgados. Muchos no entenderán estos extraños lazos que se crean. Muchos seguirán pensando que la farándula es un mundo de gente del mal vivir. No es más que envidia de no poder andar sin máscaras por el mundo como un maluco más.


Gracias a Carlos, Lidia, Ana, Pepa, Olga, Raquel, Lola, Bau, Cani,... por ser como sois y hacerme disfrutar tanto en la danza y en la vida. A Carlos, que ahora está preparando su nuevo espectáculo en Rota, le deseo el mayor de los éxitos una vez más.

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martes, 28 de junio de 2011

CUATRO DÍAS EN ALTA MAR


Francisco y Catalina. Sus medidas: 26 metros de eslora y siete de manga. 51 inmigrantes que huían de Eritrea en patera más diez marineros, convivieron durante nueve días en este espacio tan reducido. Esto ocurrió hace ahora cinco años a 26 millas de la costa de Malta. Mi compañero Pope, el cámara, y yo tuvimos la suerte de poder viajar en ese mismo barco y con la misma tripulación un mes después de estos hechos durante cuatro días.

Fue un viaje agotador, duro, incluso peligroso, pero excitante. En esos días José Durán, el capitán, al que todos llamaban cariñosamente Pepe, fue nuestro anfitrión. Si no hubiera sido por él y por su mujer Pepi -quien nos facilitó la comunicación con el barco y sobre todo, nos abrió las puertas del corazón de su marido- este viaje no se podría haber realizado.

El Francisco y Catalina es un pequeño barco de Santa Pola. Su misión es pescar "gambas", como el barco de Forest Gum pero en chiquitito. Cada vez que parte de puerto lo hace por un periodo no menor de tres meses. A veces más. Tres meses sin ver a sus familias, sin comer en casa, sin relajarse por el paseo marítimo del pueblo, sin probar un helado, sin dormir tranquilos... Tan sólo bajan a tierra para comprar víveres y poco más. Una llamada a casa les devuelve la vida. Durante esos interminables días la rutina invade el barco. Echar nasas, recoger nasas (el tipo de red de pesca que emplean). Seleccionar las gambas, guardarlas en la nevera, comprobar los aparejos una y otra vez, y de nuevo echar nasas, recoger nasas. Contemplar el mar infinito, equilibrarse en un vaivén constante para nunca perder el paso, hecho que te puede costar la vida. Con un poco de suerte, cruzarse en alta mar con otro barco, un saludo y al minuto siguiente volver la cara para encontrarse con los mismos rostros y las mismas conversaciones.

Pepe mandó cambiar el rumbo del Francisco y Catalina. Era la primera vez que se aproximaban a costas españolas tras los incidentes ocurridos en Malta. No habían podido abrazar todavía a sus familias. Amarró el barco en un pequeño pueblo mallorquín para que pudiéramos hacernos a la mar con ellos. No era normal ni que interrumpieran la faena por nosotros ni que aceptasen que una mujer se embarcase. Ya me lo dijo Pepi: "No sé si Pepe querrá que una chica suba al barco entre tanto hombre. La verdad, porque has venido a conocer a las mujeres antes a Santa Pola, porque a nosotras tampoco nos gustaba la idea. Pero nos podemos fiar. No vas a llevar problemas abordo". Este fue nuestro salvoconducto. A veces no ser una mujerona ni la exhuberante tentación que vive arriba tiene su recompensa, supongo.

Y allí estábamos nosotros. Un cámara con melena al viento y chanclas, y una periodista que abultaba menos que el trípode de la propia cámara. Sin experiencia ninguna en alta mar. Como mucho habíamos navegado en algún ferry o en las barcas de El Retiro. Gente de secano. Según nos acercábamos por el muelle cargados de mil bultos (la mayoría inservibles como nos dimos cuenta después), nos observaban esos hombres rudos y de pocas palabras que suelen ser los marineros. El mayor de ellos tendría cincuenta y tantos, el más joven 17. Pepe no había bajado del puente de mando. Al llegar a babor -el lado izquierdo del barco si miramos hacia la proa- el saludo fue escueto: "¿Vosotros sois los periodistas? Bonitas chanclas".

Al estrechar las manos me sentí la persona más pequeña del mundo. Sus manos eran ásperas y fuertes. Curtidas a la intemperie por el viento y el agua salada. Acostumbradas a un oficio donde nunca mejor dicho, te dejas la piel al tirar de las cuerdas, al coser las redes, al limpiar el pescado... Intentaban ocultar la complicidad de una sonrisa burlona. No daban crédito (eso lo supimos después): "¿Y estos van a venirse con nosotros a alta mar, pero si parecen dos pajarillos? ¿Quién de estos pimpollos echará la pota antes? No aguantan, estos no aguantan".

Pero aguantamos el tipo. Que estábamos un tanto nerviosos ante el viaje era evidente, pero como siempre en estos casos uno deja de pensar en sí mismo y se concentra en el objetivo. Que la verdad no te estropé un buen reportaje decimos en la profesión. La verdad es que el barco nos parecía demasiado pequeño, el olor a pescado y a gasolina era demasiado penetrante, y en un principio esos hombres imponían lo suyo. Nos sentíamos observados. Las primeras impresiones siempre cuentan. Intentar no parecer demasiado torpes, es fundamental. Pero la Ley de Murphy es lo que tiene.

Una vez abordo, dejamos en un principio todos nuestros bultos y subimos al puente de mando a conocer a Pepe. Los marineros empezaron a subir por una escalera de acero totalmente vertical y muy estrecha. Pope, como buen profesional, se puso la cámara al hombro y subió agarrándose con una sola mano. Todo un experto. Una servidora, que sólo llevaba un boli en la mano, pensó "ah, no es tan difícil". Me puse el boli en la boca y me aferré con fuerza con las dos manos. Todo parecía sencillo, pero cuando ya estaba en el último peldaño de la escalera, la chancla resbaló y se me enganchó, el boli cayó por la borda, y caí al piso de abajo de cabeza. Perdí el conocimiento por unos segundos. Según me contaron el golpe sonó tan fuerte que los marineros creían que el casco había encallado. Cuando abrí los ojos sólo pude ver sus caras llenas de preocupación e intentaban reanimarme. En lo alto vi una luz roja, era el pilotito de la cámara. Pope estaba grabando mientras me gritaba: "¿Estás bien? Mar contesta, ¿estás bien?". Pocos segundos después me puse en pie. Sonreí a todos y les dije lo primero que me salió: "Tranquilos, soy de goma. No me duele nada. No, no estoy mareada. Vamos a ver a Pepe".

No hay dolor, no hay dolor, me repetía. Al igual que cuando uno ha bebido una copa de más e intenta disimular al levantarse, así me comporté yo. Me dolían hasta las pestañas, pero no podía quejarme. Lo peor no era el dolor, sino el espantoso ridículo que acaba de hacer. Sobre todo porque me había caído estando el barco amarrado, ¡ni siquiera estábamos en alta mar! Empecé con muy mal pie. Como he dicho antes, la primera impresión es la que cuenta en estos casos y yo ya había dado mi primer traspié. Como no me quejé en todo el viaje y participé de las bromas a mi costa, me gané en cierto modo el respeto de aquellos hombretones. Sólo, una vez en tierra, le enseñé a Pope las consecuencias de la caída. Mis dos piernas eran un inmensa hilera de moretones que empezaban a cambiar de color, estaban en fase de cardenal descafeinado.

Tres minutos después conocíamos a Pepe, el capitán. Allí estaba, en el puente de mando, comprobando el radar. Nos extendió la mano y me preguntó: "¿Todo bien? ¿Todavía quieres seguir la aventura?". "¿Cuándo dices que zarpamos?, contesté. Me miró, sonrió e iniciamos el viaje. Supongo que pensaría que estoy loca. En cierto modo es lógico que se pueda pensar que los periodistas somos capaces de todo por conseguir una noticia.

En diez minutos recorrimos el barco. Nos enseñaron los camarotes con literas de los marineros, la pequeña cocina, la sala de máquinas, la nevera, la despensa, el baño... Pepe dio las primeras órdenes. "Pope tú vas a dormir aquí, en el camarote de Bautista. Pónte estas botas, tienen la puntera protegida con acero. Será mejor que te las pongas si quieres andar por el barco. Ata bien todos esos bultos que habéis traído, no vaya a ser que con el oleaje se caigan. ¿Está claro?". Sin protestar, Pope hizo todo lo que le dijeron. Sabíamos que mientras estuviéramos en el Francisco y Catalina, las palabras de Pepe eran Ley.

"Tú Mar dormirás en mi camarote, está arriba en el puente de mando. Tú en la litera de arriba que está sin estrenar y yo en la de abajo. Vamos a evitar posibles líos, coge tus cosas y ven". Debo confesar que fue todo un alivio. Abajo el olor a gasolina y el calor eran insoportables. Arriba por lo menos, aunque sentías más el movimiento, se respiraba mejor. El camarote era un poco más amplio. Lo justo para dos literas, un pequeño armario, un mesita, su virgencita sagrada, y una pantalla propia. Reducido pero comparado con los camarotes de abajo, me pareció un hotel cinco estrellas. Es más, soy de un tamaño tan escaso que hasta la litera me quedaba grande. Pepe tuvo que darme algunos almohadones de más para que hiciera tope con la cabeza y los pies, y no me balanceara tanto al dormir. Para mayor seguridad, llegó a ponerme una tabla a modo de cuna de niños para que no me cayera por la noche.
La cocina del barco. El dominio de Jaime, el cocinero. Unos fogones balancín para que las cacerolas se muevan al ritmo de las olas y la comida no se derrame por los suelos. Comer bien es uno de los pocos privilegios que tienen.



Pepe al frente del puente de mando. Su pequeño trono desde donde uno, al verle trabajar, se da cuenta de lo que significa ser "El rey del mundo" en realidad. Aquí disfruté durante horas de las historias de la mar que me desvelaba el capitán. Aquí descubrí lo que es un corazón noble. Un rebelde al que la mar ató en cortó y le enseñó los valores de la vida.






Nos hicimos a la mar. Pepe y el resto de la tripulación nos cuidaron, nos protegieron y nos hicieron sentirnos como en casa, una casa de agua, pero una casa al fin y al cabo. A las pocas horas de estar con ellos supimos que todo era pura fachada. Que simplemente eran hombres endurecidos a golpe de timón. Hombres con un gran sentido del humor y más que nada un gran sentido de la solidaridad.

Nos enseñaron a pescar gambas, a distinguir entre unas y otras, a distinguir la proa de la popa, estribor de babor, a caminar sin caernos... Nos contaron sus historias, nos hablaron de sus mujeres, de sus hijos, de que no siempre es cierto eso de que en cada puerto una mujer, de sus fatigas, de lo difícil que era ganarse el jornal y llegar a fin de mes. Su supervivencia depende del éxito de la pesca. Si Neptuno era generoso podían llevar a casa con los bolsillos llenos después de tres meses de ausencia, pero si el tiempo no les acompañaba las facturas quedaban sin pagar. Tanto esfuerzo no se veía recompensado. Los bancos de pesca escasean cada día más. La pesca no es lo que era, nos repetían todos cada vez que se les preguntaba. Añoraban tiempos pasados, donde hasta las desgracias vividas en la mar se recordaban con cariño.

Pero el motivo del viaje era escuchar de viva a voz qué había pasado un mes antes frente a las costas de Malta. Pepe, al que la prensa le había catalogado de héroe, empezó a narrar con mucha timidez toda la historia. "Yo no soy un héroe, las cosas no son así. Hemos hecho lo que cualquiera hubiera hecho. No somos los únicos que se encuentran con pateras en alta mar, ni seremos los últimos", empezó diciendo. Una patera cargada de 51 inmigrantes procedentes de Eritrea se había topado con ellos en plena noche a unas 100 millas de las costas maltesas. Entre ellos se encontraban niños y mujeres, una de ellas embarazada. Estaban a punto de desfallecer, hambrientos, muertos de frío y perdidos sin rumbo. Cuando vieron al Francisco y Catalina no se lo pensaron dos veces e intentaron abordar el barco. Pedían auxilio . Los más jóvenes se lanzaban hacía babor esperando poder subir a bordo. El susto que se llevó la tripulación les hizo en un primer momento desconfiar y ponerse en guardia, pero cuando Pepe vio a los niños y a las mujeres, dio la orden sin dudar: "Subirlos a bordo, rápido".

Una vez arriba, los marineros sabían lo que había que hacer. Lo primero, acomodarles en tan poco espacio para que cupieran todos; lo segundo, repartir las mantas que había y darles agua, mucha agua. Jaime se puso al mando de los fogones y empezó a hacer el reparto de comida. No había muchos suministros, pero al día siguiente alcanzarían el puerto de Malta y no habría problemas. Pero sí los hubo. Se convirtieron en noticia de portada en todo el mundo. Periódicos, radios, televisiones... Todos se hicieron eco de este gesto solidario. Diez marineros españoles habían socorrido a 51 inmigrantes de una patera. Las instituciones de Malta les impedían acercarse a tierra e incluso les llegaron a negar víveres durante los nueve días que estuvieron atrapados en aquella nave de tan sólo 26 metros de eslora. Álvaro, El Tali, Jaime, Bautista, Jesús, Antonio, Pascual... todos y cada uno de ellos me confesaron que en la soledad de sus literas no habían podido evitar derramar alguna lágrima. Lágrimas de impotencia ante una situación que empeoraba día a día. Lágrimas porque desconocían las consecuencias legales que les podía conllevar ese gesto solidario. Lágrimas porque no podían soportar el sufrimiento de aquellas personas. Delante de ellos, todo eran sonrisas y gestos de complicidad. No hablaban el mismo idioma. Su idioma eran la mímica.

Un mes después localicé a algunos de aquellos 51 inmigrantes que terminaron en España. Estuve con ellos en Sevilla, donde seguían en tierra de nadie. Sí, es cierto tenían una cama donde dormir y un lugar en el que matar el tiempo, pero apenas tenían un pantalón y dos camisetas. Llegaba el otoño y no tenían ningún abrigo. Salir fuera del centro de refugiados no era tan grato. Hablé con ellos y revivieron conmigo su largo y penoso viaje desde Eritrea hasta las costas de Marruecos, donde terminaron embargando sus vidas por un cayuco que les llevara a la civilización. Tantas penurias para terminar siendo deportados. Las tarjetas de residencia no son fáciles de conseguir, aunque hayas sido noticia en todo el mundo. Quiero deciros sus nombres, qué mínimo: Bahabolom Tamazghy, 27 años, soldado; Bereket Grmay Teame, 26 años, herrero; Teklebrhan Amanuel, 26 años, estudiante; Bahabelom Okubay Berhe, 29 años, soldado; Belete Haile, 42 años, soldado; Yared Fisihaye Tesfatsion, 31 años, camarero. Lo único que pude hacer por ellos fue conseguirles un anorak nuevo y una excursión hasta Santa Pola donde se abrazaron, supongo que por última vez, a aquellos hombres que les ayudaron al extenderles una mano.

Cuando por fin el gobierno español se hizo cargo del asunto y los inmigrantes pudieron desembarcar, la tripulación respiró hondo. Se hicieron con nuevas provisiones y otra vez a la mar. No regresaron a casa como era de esperar. El único que abandonó el barco fue uno de los marineros al que tuvieron que ingresar urgentemente en un hospital para ser operado. Los demás no fueron a tranquilizar a las familias que estaban angustiadas ante las noticias que veían por televisión. Pepe les comunicó que como habían perdido nueve días de pesca y hasta ese momento no habían tenido mucha suerte, era mejor probar fortuna por si todavía podían salvar la temporada de pesca. Nadie puso reparos. Siempre he mantenido que existía también otro motivo, aunque nunca me lo reconocieron. La avalancha de periodistas, entrevistas telefónicas y el exceso de protagonismo en los medios, les había saturado. Tal vez si dejaban pasar unas semanas más todo se tranquilizaria. Bueno, a unos más que a otros.


Con esos hombres convivimos cuatro días. Imposible sentirse un extraño entre ellos. Nunca más que entonces he sentido ese vínculo que se establece entre personas que comparten sus sentimientos en un lugar cerrado. Sí, no era un cuarto oscuro y sin ventanas. Los atardeceres, los amaneceres y la lunas que pudimos contemplar eran únicos. Pero a mí las islas siempre me han hecho sentir el deseo de marcharme a los pocos días, me han limitado en mis movimientos. ¿Será aguafobia? Imaginaros en un barco. Mirara por donde mirara, todo era mar (no precisamente yo mirándome al espejo). Durante cuatro días sólo podías hablar y reír con las mismas caras. Pensaba que eso podía durar tres meses y quería tirarme por la borda.

Opté por no cambiarme de ropa. Hacerlo era toda una proeza para mí. Bajar hasta el baño y ducharte era otra caída segura. En el baño no había bañera ni ducha. Se trataba de una manguera que hacía de ducha, para eso había además que quitarse las botas, y descalzo, resbalón seguro. Tenías que agarrar la manguera con una mano y con la otra sujetarte al lavabo para no resbalarte. El barco no se estaba quieto ni un segundo. Me faltaban manos para enjabonarme. Lo de hacer otras cosas para una chica estaba más bien complicado. Los hombres mean de pie por naturaleza y bueno, si sois sinceros, la puntería no es siempre la correcta. La altura de la taza me venía, una vez más, grande. Si me sentaba, los pies me colgaban. De pie, no llegaba. No queráis saber. Opté por hacer grandes equilibrios subiéndome a la taza del váter y orinar de pie (se lo debo a mis clases de taichi), mientras me sujetaba a la escotilla como podía. Me aseaba por partes, pero eso sí, me cambiaba las bragas (no me gusta la palabra, pero no uso tanga por muy sexy que sea y lo de ropa íntima es de lo más cursi). Oler no olía mal al fin y al cabo. Cuando se lo conté a Pope, se partía de la risa. Seguro que si se lo propongo no se hubiera negado a grabarlo y mandarlo a un concurso de esos de vídeos caseros donde uno se ríe a mandíbula batiente desde el sofá de casa.


Ellos no tenían nada que envidiar a Spiderman. Parecían volar entre las redes y las alturas. Cómo véis a Álvaro, contramaestre, se le ve muy seguro, pero observar la velocidad del barco. Bueno, echarle un poco de imaginación.


De cada viaje se aprende algo. En este yo aprendí a sobrevivir a pesar de mi tamaño y la nobleza que esconde el corazón de un marinero. La humildad con la que hay que vivir y que no hay mejor solución a un problema que una buena carcajada.






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