lunes, 20 de junio de 2011

UN VIAJE ENTRE LO DIVINO Y LO HUMANO

Un ramo divain.


El viaje más inesperado que nos regala la vida no es precisamente el más dulce. Se trata de un regalo envenenado, pensamos en un principio. Un regalo maldito, doloroso, insufrible y que nunca sabes porqué ha empezado ni cuando va a finalizar. Tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que puede llegar a ser, a pesar de todo, el más enriquecedor de nuestras vidas. Todo dependerá única y exclusivamente de nosotros mismos.


Un día de pronto te miras al espejo y no te reconoces. Independientemente de la edad que se calce, ese día tus ojos están apagados, tu piel ha perdido brillo, te ves más canas que nunca, las primeras arrugas,... Pero lo que más te aterroriza es no ver aparecer ni una mínima sonrisa. Dicen que esto ocurre cuando la tristeza anida en tu corazón.


En este viaje no te embarcas tras abonar el pertinente ticket. Es más bien uno de esos boletos que te toca en una rifa. Pum, de pronto tú has sido el afortunado. Da lo mismo que no quieras subirte a ese tren, da lo mismo que tengas muchas cosas que hacer. Tus deseos no se tienen en cuenta. Y este regalito lo recibes en cualquier lugar: tu casa, tomando un café mientras miras al mar, comprando unos zapatos, al acostarte, al levantarte, de vacaciones, en el trabajo, en el paro, solo, rodeado de gente, incluso riendo, viendo una película, afeitándote, en la ducha, paseando, hablando con alguien...


Sólo entonces te das cuenta. No viene envuelto en un papel bonito, no te lo entrega ningún mensajero, ni siquiera tiene una presencia física. Lo percibes simplemente como una sensación. Una intuición de que algo te está pasando, no sabes qué, pero lo presientes. Miras y miras a tu alrededor buscando alguna pista, pero nada. Según pasan los días te das cuenta de que esa laxitud te invade. Vas entrando poco a poco en un estado de letargo mental y emocional. Nada te distrae, estás disperso y navegas entre cientos de abstracciones. Eres consciente de que no es normal que todo te dé igual, que nada te haga reír, que las ilusiones se evaporen. Piensas en un principio que puede ser el cambio del tiempo, que la falta de sueño es la culpable, que estas bajo de defensas. A ti la depre no te dura más de tres días, tú eres una persona optimista y no es normal sentir como te sientes.


La familia y los amigos te preguntan qué tal estás, y no tienes fuerza para decir la verdad. Mientes y dices "bien". Empiezas a creer que todo el mundo al mirarte sabe que estás perdido. Para disimular, decides que no te vas a quedar con los brazos cruzados y que si te mantienes activo, pasará. Crees que con una agenda apretada, tu mente no se detendrá para pensar en lo que no quieres pensar. Sales más que nunca, una copa de más te da la alegría que te falta; echar más horas en el trabajo es tu mejor salida; decides que es mejor volar lejos y desconectar; otros queman la tarjeta de crédito, hay quienes visitan a un vidente... Cada uno se aferra a lo que considera su llave de salvación.


Pasa el tiempo y por mucho que has intentado dar esquinazo a la tristeza, no lo consigues. Aprendes que en este viaje la soledad, la tristeza y la ansiedad siempre encuentran un hueco en la maleta. Y llega el día en que tienes que detenerte. Mirarte de nuevo al espejo, ante ese rostro que no reconoces, y decir: "Tú ganas. Me querías aquí y aquí estoy. Hablemos con el lenguaje del corazón y tal vez así arreglemos el cortocircuito mental en el que me encuentro". Es cuando uno se da cuenta de que necesita ayuda y lo más difícil precisamente es eso, pedir ayuda. Reconocer que uno no es tan valiente, tan independiente, tan autosuficiente como uno pensaba. Eres consciente de tu vulnerabilidad. Eres consciente de tus miedos. Y uno de tus grandes miedos es decepcionar a los que te quieren, no poder seguir cuidando de ellos porque ya no te quedan fuerzas. Quieres salir de ahí, solucionar todo, volver a ser el que eras, y no sabes cómo. Entonces la tristeza se transforma en ansiedad. Lo peor.


Llegan las noches de insomnio, donde por mucho que mandes callar a tu mente los pensamientos se entremezclan y viajan a gran velocidad. Llega el desorden, la dejadez, el dejar para mañana lo que puedes hacer hoy, el tumbarte mirando al techo como si el gotelé escondiera el secreto de tu malestar, o acurrucarte como un niño esperando que una mano te alcance y te salve. De esta callada manera inicias el viaje a tu yo más íntimo, a tu subconsciente, a tu corazón. El destino es encontrarte a ti mismo y el lugar que ocupas realmente en este loco e individualista mundo.


Pero si apenas te quedan fuerzas para enfrentarte a ti mismo y tus miedos, mucho menos para hacerlo frente al mundo. Vivimos en una sociedad donde todavía el reconocer que se tienen problemas es símbolo de fracaso. En una sociedad que está acostumbrada a guardar las miserias de cada uno debajo de la alfombra, que mira para otro lado cuando uno tiene la valentía de gritar: "Estoy sufriendo, estoy fatallll". Una sociedad en la que todavía está mal visto reconocer que uno sigue una terapia, que visita al psicólogo. Se habla libremente y casi presumiendo de cuántos tranquimacines, lexatines, orfidales... tomamos diariamente, pero no del por qué los tomamos, del origen. Cuántas veces hemos escuchado a alguien decir de otro: "Pobre, qué pena. Desde que está deprimido está rarísimo. Es que no pone de su parte. No es para tanto, todos tenemos problemas", por ejemplo.


Todo se hace cuesta arriba. Es como cuando vas pedaleando en la bici y te encuentras en una empinada calle y sientes que las piernas te flaquean. Lo intentas, respiras hondo y vuelves a intentarlo, pero no. Un sudor frío recorre tu espalda y el aire te quema la garganta y los pulmones. Es afixiante. Decides bajarte de la bici y tirarla al borde del camino. Lo lógico sería parar, sentarte un rato, recuperar fuerzas y volver a intentarlo. Pero no. No te quedan fuerzas. En realidad sí estás cargado de energía, pero ésta se encuentra tan desperdigada, desestructurada, que no la reconoces.


Durante este interminable viaje, descubres aspectos de ti que te paralizan. Te preguntas una y otra vez por hechos del pasado, intentas buscar las respuestas a las preguntas que se quedaron colgadas en el aire, repasas todos y cada uno de los detalles vividos. Cuestionas decisiones tomadas. Si no tienes cuidado comienzas a culpabilizarte por todo. Tus ojos se ciegan y no distingues las obsesiones de los pequeños errores. Todo se magnifica como si estuvieras en un Gran Hermano. Haces un repaso de tu vida. Viajas por las amistades perdidas, por la transformación que has sufrido a lo largo de los años, por tus logros profesionales, por los hombres/mujeres que amaste y se marcharon, por los que no pudiste conseguir, por los que ni siquiera te miraron. Y de pronto todos tus pensamientos o frases empiezan con un "Y si...". De nada sirven las excusas, los posibles caminos que pudimos tomar y no tomamos. La realidad es que has llegado hasta aquí y no hay vuelta atrás. Nada se puede cambiar del pasado, pero sí del futuro. Ha llegado la hora de tomar duras decisiones. De romper con aquellos o aquello que no nos hace feliz. Hay que aprender a decir "No. Basta", y no sentirse culpable por ello.


Esta parada es la más desagradable y dolorosa, a pesar de que creías haber tocado fondo, compruebas que "si queda algo peor por pasar, pasará". Es cuando empiezas a mirarte desde lejos, con cierta objetividad, te ves como si fueras un títere en un pequeño teatro y hablas contigo mismo. Te observas y reconoces muchos defectos. No te gusta. Sí, acabas de descubrir que eres una persona egoísta, vanidosa, orgullosa, insegura, no tan perfecta como imaginabas ser... ¿Y qué? Es ahora cuando hay que recordar que siempre hay dos caras, que existe un yin y un yan, un ángel y un demonio, dentro de cada uno de nosotros. Somos imperfectos. No importa. Eso es lo que nos hace únicos e irrepetibles.


Lo importante es aceptarnos como somos. Intentar mejorar lo que se puede mejorar, pero siempre pensando en nuestra felicidad no exclusivamente en la de los demás. Cambiar para ser más felices y así lograr que los demás sen también felices. No hace falta competir con nadie, ni compararse con los demás (descubrirás con el tiempo que lo que hoy tu estás viviendo, otros también lo han vivido, pero no lo cuentan). Nadie es perfecto, todos estamos llenos de imperfecciones. Así de simple. Una vez asimilado todo esto, que no es fácil, se emprende la parte más dulce de este viaje.


Estas perdiendo tus miedos. Eres capaz de expresar tus sentimientos, tus preocupaciones, tus dudas y tus miedos a los demás. Es gratificante comprobar que tienes amigos/hermanos del alma donde menos esperabas. Sí, es cierto que a otros los has perdido o te han decepcionado, pero con el tiempo no los echarás de menos. Tu trabajo es importante, pero no más que ir a una exposición o a una cena con tu gente. Los años pasan, tal vez no se han cumplido todos tus sueños, pero haz memoria, seguro que has vivido cosas imborrables. Tal vez hayas renunciado a cosas verdaderamente importantes, pero habrás conseguido otras que nunca habías imaginado. Y lo más importante, todo esto te está sirviendo a abrir más tu mente, a no obstinarte en absurdos, a ser más tolerante, a saber escuchar tanto a ti mismo como a los demás, a aceptar de una vez por todas que con una mirada no te tienen porqué entender o saber lo que te pasa. Has comprobado que las cosas nunca son lo que parecen. Mírate tú, pensabas que nunca te ibas a encontrar en una situación como la que estás viviendo, pero lo estás. Sin embargo, tú mismo poco a poco, sincerándote con tu yo más íntimo, sin mentiras ni excusas, has descubierto que puedes seguir haciendo camino. Y resulta, que empiezas a gustarte.


Sí, puede que los miedos no terminen de desaparecer, pero eso nos hace más grandes. Eso nos recuerda que no podemos olvidar este viaje así sin más. Que la vida nos ha traído hasta aquí por algo. Para que nos adentremos por fin en la edad adulta. Porque todo esto no es más que un viaje a la madurez, una despedida de la juventud y una bienvenida a la persona que a partir de ahora nos acompañará en nuestros futuros viajes. Y eso nos cuesta mucho. Se trata de aceptarnos en lo que nos hemos convertido. A lo mejor no se parece a lo que un día nos imaginamos que llegaríamos a ser, pero no todo lo que llevamos con nosotros es malo. Si has conseguido volverte más vulnerable y no tener miedo a que los demás te puedan herir. Si te has convertido en un crédulo y sigues llorando con las cosas más estúpidas de la vida como una mariquita. Si te ríes una vez al día. Si levantas un teléfono y alguien te contesta. Si dices ven y alguien lo deja todo por ir junto a ti a darte una abrazo. Si a pesar de que tu cama sea demasiado ancha, puedes dormir sin pastillas. Si mirar al pasado no te hace daño, sino sonreír y acordarte de todo lo bueno que has vivido. Si te siguen sorprendiendo tus reacciones. Si has llegado hasta aquí, casi has alcanzado el final del trayecto. Ahora se trata simplemente de vivir, aunque todavía nos queden lágrimas que derramar. Aunque los que nos rodean tengan problemas, aunque el dinero siga siendo una cortapisa a tus ilusiones, aunque no hayas encontrado a tu media naranja, aunque en el trabajo no te respeten, aunque, aunque, aunque... Alegrate. Estás vivo. Eso ya es motivo para mirarte al espejo y sonreír. Y recuerda, si alguna vez necesitas ayuda, aquí estamos. A cambio de nada, bueno sí, a cambio de que nos dejes seguir queriéndote como te queremos.


No tengo grandes cosas, pero sí buenos amig@s. Esto va dedicado especialmente a alguien que es divina. A alguien que cuando te abraza te hace sentir querido. Un beso muy muy grande y perdona si las palabras no son suficiente, pero que sepas que detrás de cada palabra estamos nosotros, otros corazones que al igual que tú, también han podido hacer este viaje.



Un beso.


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domingo, 19 de junio de 2011

ME VOY P'AL PUEBLO... DE VACACIONES

La libertad del pueblo.

Empieza la escapada de las grandes ciudades en busca del ansiado relax. Han llegado las vacaciones. Las ganas de viajar, de salir durante unos breves días de la monotonía. Es hora de robarle al año un descanso, hacer un cambio de portabilidad. De estar fuera de cobertura, de no tener que ver la cara al jefe, a los vecinos de la escalera, de ensordecer el ruido de sirenas, de no cruzarse con los niños desmadrados a la salida del cole, del humo de los tubos de escape, de los apretujones en el metro.


Unos eligen tirarse en una playa paradisiaca perdida a miles de kilómetros; otros, recorrer rutas para aventureros o hacer una gira por las ciudades tantas veces soñadas... Los menos pudientes se conforman con un hotelito o apartamento al pie de las abarrotadas costas. Pero casi todos disfrutaremos de la siesta, combatiendo el calor a sorbos de un tinto de verano. El caso es alejarse, cambiar de aires.


Y luego están los que siguen esa vieja tradición de irse "p'al pueblo". Ese pueblo que nos ha visto crecer. Porque como dice Chavela, "uno siempre vuelve a los viejos sitios donde fue feliz".


Antes, cuando llegaba la temporada estival, uno sabía que por delante tenía tres meses de vacaciones. Sí, tres meses. ¿Os acordáis? Terminaban las clases, tus padres tenían que seguir trabajando, y tú te convertías en un pequeño estorbo que no dejaba de decir "me aburro, jó, vamos a algún sitio". Tras una semana sin clases, tus padres no podían más. "Los niños necesitan correr". Llamaban a los abuelos y les decían: "este fin de semana te llevo a los chicos". Y tú, en vez de quejarte, dabas saltos de alegría. ¡Bieennn, p'al pueblo". Eras feliz.

Entonces los días se alargaban por arte de magia. Te levantabas y lo primero era beberse a gran velocidad un buen tazón de leche recién ordeñada y comerse una enorme rebanada de pan con nata. Había que hacer las camas, limpiar el polvo e ir a los recados lo antes posible. La bici esperaba. Cuando la abuela te decía ya puedes irte, no le dábamos tiempo ni de girar la cabeza para despedirse. cuando quería mirar, ya estábamos pedaleando con toda nuestra energía camino de la plaza o de los soportales, donde se juntaba la cuadrilla.

Después de comer, pretendían que nos echáramos la siesta como buenos chicos. El silencio debía ser absoluto. Pero nosotros, que rebosábamos vitalidad y desobediencia, preferíamos jugar a las cartas en el carro abandonado del abuelo, ese que parecía que hubiera nacido entre las patatas y los fresones de la huerta. Otras veces tirábamos una manta en la Chopera y compartíamos la lectura de nuestros pequeños héroes: Roberto Alcázar y Pedrín, El Capitán Trueno, Jabato, las historias bélicas... Uno de los mayores llevaba un "comediscos" y escuchábamos canciones que no podremos olvidar por muchos años que pasen.

Algunas tardes a las chicas no nos dejaban marchar con los chicos. Teníamos que quedarnos con las abuelas sentadas en un silla de enea, haciendo punto de cruz, ganchillo, tejiendo... De fondo se escuchaba en la radio a "Lucecita", "Ama Rosa", "Simplemente María"... La prima mayor, la que ya se pintaba las uñas, nos dejaba ver a escondidas la última fotonovela de moda. Así descubrimos los besos en la boca. Todo un atrevimiento. Pero si la abuela estaba ese día más callada o enfadada por cualquier motivo, nadie se atrevía a contradecirla. Había que rezar el rosario o cualquier otra letanía. Se nos grabaron a la solana lenta de las siestas de verano que si querías un novio tenías que rezar a San Antonio, que Judas Tadeo te conseguía lo imposible y a San Cucufato le atamos los cojones cada vez que perdíamos algo.

Al igual que a nosotros, a ellos también les gusta el río y las aguas heladas.

Otras tardes te daban permiso para bajar al río a bañarte. Y allí corríamos desbocados a tirarnos desde la roca más alta, a "cazar" renacuajos, a robar las moras de las zarzas, a tirarnos con una cuerda desde el árbol... Si era día de colada, bajábamos con todas esas mujeres vestidas de negro y cargadas de cestos de ropa que lavaban entre las piedras del río. Imborrables recuerdos. El olor del jabón de sosa que te destrozaba las manos, la luminosidad de las sábanas tendidas al sol, y los chismes de mayores: "Dicen que el marido de Juana llegó dando tumbos anoche otra vez y ella no le abrió la puerta"; "Pues al médico se le ve entrar mucho en casa de la hija de Rita, y luego se queja de que dicen". "Ya, pero ¿y el marido qué dice?".



Todo esto lo compaginábamos con nuestras pequeñas obligaciones. Porque el deber y el placer no estaban reñidos, nos repetían una y otra vez. Íbamos a buscar las vacas al prado y traerlas para que el abuelo pudiera ordeñar a tiempo. Ir a por las vacas también se convertía en toda una aventura. Sobre todo si el abuelo nos dejaba llevarnos la mula. Mi primo, mi hermano y yo nos subíamos los tres juntos al pobre jamelgo y nos creíamos pequeños cowboys rurales. La cosa se complicaba si mi abuelo nos pillaba. Era vernos y agarrar cualquier piedra del camino. Nos la lanzaba con una potencia tal, que era capaz de derribar a uno de los tres a más de treinta metros de distancia. ¡Qué puntería! Peor era cuando, debido a nuestra creencia -más de mi hermano y de mis primos- de que torear a la vaquilla era toda una prueba de valentía, ésta se nos escapaba y la perdíamos por el camino.

Un día la vaquilla echó a correr de tal manera que fue imposible hacerla regresar. Regresamos a casa aterrorizados. El abuelo enfadado era mucho abuelo. Metimos a toda prisa a las vacas en la cuadra y aprovechando que él estaba en la huerta, le robamos de la olla unos chorizos en aceite, una hogaza de pan y la bota de vino. Con ese hatillo nos escapamos de casa. Éramos como "Los Cinco" ¿no? Pero nuestra proeza no tuvo un final feliz. Habíamos subido al monte, los chorizos se habían acabado, el vino hizo de las suyas y la noche se nos echó encima. La primera lección que aprendimos fue que el vino era demasiado embriagador y nos hacia vomitar. La segunda, que perderse en el monte con jabalíes y otros animales, acojona, y mucho. Y por último, que de una buena bofetada nunca te vas a librar por mucho que intentes evitarla.

Claro que lo del abuelo era preferible a enfrentarse la abuela. Ella sí que tenía mala leche, nunca mejor dicho. Dios nos librase si alguna clienta se quejaba de nosotros, por ejemplo, que la lechera había llegado medio vacía. Entonces la abuela nos miraba de reojo, nos agarraba por la oreja a traicíón y comenzaba a lamentar el día que llegamos al pueblo: "Demonios de niños, se lo voy a decir a vuestros padres. Mañana mismo les llamo y les digo que venga por vosotros. Se acabó el pueblo. Es la última vez que venís". Ella sabía perfectamente qué había pasado. Nos gustaba mucho jugar a dar vueltas a las lecheras bien cargadas y contar el número de vueltas. Quien diera más sin derramar ni una sola gota era el campeón. Obviamente, derramábamos más de una gota. Cuando esto ocurría, teníamos la solución. Rellenábamos con agua la lechera y parecía que el litro de leche estaba completo. La readlidad es que la señora siempre se daba cuenta y se lo "chivaba" a la abuela. Para ella lo de menos era que hubiéramos aguado la leche, lo verdaderamente grave era que podía perder dinero si la clienta no entendía esa travesura de niños.


Sería injusto si sólo dijera que nos regañaban. También nos divertía sentarnos con ellos en la cocina o en el poyete de piedra que estaba al sol, para escuchar contar al abuelo sus aventuras de mozo. Con la boina bien calada en la frente, apoyando sus manos en la garrota y con la mirada -esos ojillos azules y chispeantes- perdida en los recuerdos. Nos contaba cómo había cambiado el pueblo, cómo conoció a la abuela, cómo un buen día se fue a Madrid y saltó de espontáneo en Las Ventas. El abuelo no era de risa fácil, pero se le iluminaba la cara y esbozaba una pequeña sonrisa cada vez que le mirábamos con la boca abierta y la cara llena de asombro. La abuela también tenía sus momentos. Nos contaba historias para no dormir (pero de las de verdad), mientras ocultaba una carcajada. Nos hacía natillas, muchas natillas, en el horno de leña. Me dejaba lavarla la cabeza (eso no era nada habitual) y peinar su larga melena repleta de canas. Jugar a peluquera con su trenza interminable y recogérsela en un moño y conseguir que la gustase era todo un reto.

Pero nada era tan emocionante como ganarles jugando a las cartas. El tute, el cinquillo y la brisca eran su especialidad. El abuelo era serio y callado, salvo cuando cantaba las cuarenta. La abuela era muy competitiva. No le gustaba perder nunca. Sus mayores alegrías o enfados siempre tuvieron lugar alrededor de una mesa con otras cinco chicas de su quinta, todas de negro, todas con moños y todas con cara de mala uva. Se repartían en parejas y las partidas a las briscas eran interminables. Apostaban céntimos de pesetas y eso era demasiado serio, había dinero en juego. Cuando mi otra yaya ganaba, se le escapaba un risita maliciosa mientras hacía sonar las ganancias moviendo el bolsillo del mandil.

Así transcurrían aquellos veranos. Veranos en los que merendábamos bocata de sardinas, una onza de chocolate y si había suerte, una rebanada de nocilla. Allí donde fuéramos, llegábamos en bici. Si no tenías o era demasiado pequeño para alcanzar a los pedales, te acoplabas detrás, en la barra o en el manillar. No había miedos. La sensación del aire en la cara bajando cuestas era la senación misma de la libertad.

El olor a tierra mojada tras una tormenta de verano, nos hacía pensar que las vacaciones se iban a terminar, pero una hora después, con los colores del arco iris, empezaban de nuevo. La lluvia también tenía su parte de aventura. Cogíamos bolsas e íbamos en busca de caracoles, "caracol, caracol, col, saca tus cuernos al sol". Luego los poníamos en una gran olla y la tapábamos poniendo encima un mortero de bronce para que no se escaparan. Con la lluvia los colores de la tierra eran más rojos que nunca. El olor a hierba empapada nos refrescaban los pulmones y la Ermita de San Roque era un buen refugio donde confesar los primeros secretos mientras contábamos truenos y rayos.




Y según pasaban los veranos, nos hacíamos mayores. En las vacaciones del pueblo nos iniciamos a la vez en el extraño viaje hacia la pubertad y la adolescencia. Pasamos de ir a la doble sesión de El Capitol, para ir a bailar los primeros "agarraos" cuando éste se convirtió en la primera y única discoteca del pueblo. Cambiamos las incursiones para robar peras o manzanas, por tumbarnos bajo la sombra de un gran árbol y jugar a las cosquillas con las espigas del campo. Alucinamos con nuestros primeros paseos nocturnos bajo las estrellas. Fumamos por primera vez alrededor de una hoguera, con chuletas, calimocho y una guitarra en las noches de luna llena. De las partidas de brisca pasamos a las de mus. Vivimos aquellos guateques al ritmo de Los Beatles, Pink Floid, Serrat, Mari Trini, Cecilia, Camilo Sexto, Roberto Carlos, Simon & Garfunkel, Richard Cocciante, Las Grecas... Nos enamoramos por primera vez al compás de 'Yesterday', 'El jardín prohibido', 'Una estrella en el jardín', 'El gato que está triste y azul', 'Yo soy rebelde', 'Tu nombre me sabe a hierba','Al alba', 'Te recuerdo Amanda'... Cómo olvidar nuestros primeros pinitos como actores en las representaciones de teatro amateur como "Escuadrón hacía la muerte" (así éramos de intensos y rebeldes). Pasaban de mano en mano nuestras primeras novelas como "Cien años de soledad" (faltaban años para que a García Márquez le dieran el Nobel), "Viaje a la Alcarria", "El Túnel", "La Tía Tula", "El árbol de la vida"...

Y lo más increible de todo es que cuando llegaba el final del verano y empezábamos a poner caras tristes, llegaban las fiestas del pueblo. A finales de agosto y principios de septiembre era un no parar de acudir a todas las plazas de los pueblos vecinos en busca de charangas, peñas, encierros, limonada, amores furtivos y risas, muchas risas... Sabíamos que estábamos viviendo las horas más asilvestradas, surrealistas e inhibidas de todo el verano. Exprimíamos al máximo los últimos días del verano.

Y así, de esta manera simple y sencilla, fuimos descubriendo que más allá de nuestro pueblo había otras vidas, otras vacaciones, otros atardeceres. Aprendimos que por mucho que voláramos a China, Australia, Nueva York, India... nada podría sustituir las vacaciones del pueblo. Cada edad tiene su momento, cada momento tiene su lugar. Lo importante es disfrutar cada instante allí donde estés. No mirar atrás con demasiada nostalgia ni tristeza, sino con la sonrisa en los labios de cuando se puede decir:"Que me quiten lo bailao".



El bar de Mari y Juancar, en la plaza. Arriba Golfo, también cliente del bar donde su tapa preferida son las pipas peladas.


Esto lo cuento desde un pequeño pueblo de la sierra, Alameda del Valle, donde hoy han tomado vida todos aquellos recuerdos. Donde mirar los prados, el cielo y las cigueñas sigue siendo un privilegio. Donde al llegar la noche hay que ponerse un buen jersey. Donde hoy, que Hilario cumple 57 años, nos vamos a volver a sentar alrededor de una mesa del bar de la plaza. Mari ha preparado cochifrito e Inma ha traído las primeras lechugas de su pequeño huerto. Los demás, Goyo, Flora, Juan Carlos... estaremos allí para celebrar la llegada del verano y la proximidad de las vacaciones.


Ayer, hoy y mañana, el pueblo seguirá siendo el pueblo.

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