jueves, 9 de junio de 2011

UN VIAJE SIN SALIDA

Llanto por un inocente.


Difícil, doloroso, incomprensible... Hay viajes que pueden resultar de todo menos placenteros y que uno jamás hubiera querido emprender. Ayer encendí el televisor a la hora de la cena. Justo en ese momento anunciaban el estreno de una serie sobre el 11M. La boca del estómago se me cerró. A mi mente vinieron de repente DOS trayectos vividos en el pasado. Los dos se inician desde el mismo punto de partida: una bomba, la violencia en forma de atentado. Los dos al final tienen el mismo destino: la impotencia y la sinrazón.


En uno de ellos sólo viajé a través de los recuerdos, las lágrimas, la rabia, la desesperación e indignación, la impotencia y el tremendo dolor de las heridas abiertas. Las de aquellos que perdieron a sus seres queridos en el atentado de los trenes de hace siete años y que todavía hoy no han dejado de derramar su llanto.


11 marzo de 2004. Aquella mañana llegué a una redacción muda. Nadie podía decir "buenos días", imposible. En la mirada de todos se reflejaba el horror, la incredulidad y el dolor solidario. Pero las imágenes que proyectaban las pantallas eran reales. Nadie hablaba pero era imposible retirar la mirada de aquellos vagones. Encendí el ordenador por inercia. Había que trabajar. Miré a Javier, mi jefe y sin embargo amigo de fatigas, y sus ojos itentaban ocultar las lágrimas. Tras varios minutos, me dijo "no sólo han matado a personas inocentes, también han sesgado los sueños e ilusiones de ellos y de todos sus seres queridos".


De ahí surgió ese primer viaje del que os hablaba. Un viaje en "El tren de los sueños rotos". Durante doce meses estuvimos al lado de los familiares de las víctimas. Nos dejaron entrar en sus casas, abrimos miles de álbunes de fotos de sus vidas, desde el blanco y negro al tecnicolor. Vimos vídeos caseros de sus seres queridos -los que ya no estaban para contarlo en primera persona-, y asistimos por arte de magia a sus bodas, a la luna de miel, a sus cumpleaños, sus navidades, el bautizo de sus hijos, esa primera comunión... Lloramos juntos, nos hicimos una y otra vez la misma pregunta que ellos repetían como una letanía: ¿por qué? Tuvimos en nuestras manos sus objetos queridos, entramos en sus habitaciones, abrazamos a sus hijos, a sus mujeres o maridos, a sus hermanos, primos... Sus vivos nos permitieron, en un acto de generosidad infinita, poner cara, nombre y apellidos a las 192 víctimas. No podían convertirse en un cifra más. El mundo tenía que saber que detrás de cada cuerpo etiquetado había una historia que contar. Miles de sueños que se vieron truncados por la estupidez humana y la sinrazón.


Sin duda, éste ha sido - y seguirá siendo- el trabajo que más nos ha marcado tanto a Javier como a mí a lo largo de nuestra carrera. Apartamos cualquier otro tema o noticia. Desde las ocho de la mañana hasta las tantas de la madrugada, día a día y durante un año, nuestro único cometido fue escuchar historias que nos llegaban directamente al corazón. Estuvimos con ellos en la Puerta del Sol. Allí todos los martes se concentraban los familiares para alzar sus manos y silencios pidiendo justicia. Un protesta callada, pero firme.


Podría contar uno por uno, el trayecto que cada uno de ellos hizo aquella mañana antes de subir al maldito tren. Podría extenderme para recordar cada uno de sus sueños, de las lágrimas de cada uno de sus familiares, de las infinitas noches de insomnio... pero no es el momento.


El segundo viaje, como he dicho, tenía el mismo punto de partida: el atentado. Jamila había perdido a su hija Sanae, de 13 años, en el tren cuando se dirijía a la escuela. Como a cientos de ellos, la habíamos visto llorar y lamentar la muerte de su hija durante meses. Pero al igual que en todos los viajes que uno emprende, surgen imprevistos cuando menos te los esperas. Un buen día la noticia salta a los periódicos. El marido de Jamila, Mohamed (uno de los nombres por los que era conocido, aunque tenía más), había sido arrestado por la policía por haber colaborado con los terroristas en el 11M.


No nos lo pensamos dos veces. Javier y yo fuimos de inmediato a la nueva casa de Jamila. Por fin se había mudado a vivir sola con el dinero de la indemnización, ya no vivía con su familia. El piso estaba en una corrala medio abandonada. Nos encontramos a Jamila sentada entre cientos de cajas, de ropa tirada por el suelo y al vernos llegar nos recibió con una sonrisa: "Mirar lo que ha hecho la policía". Minutos después, tomando un té entre el desorden que nos rodeaba, Jamila cambió. Pasaba de la risa al llanto y del llano a la risa en décimas de segundos. De pronto nos abrazaba como nos miraba con recelo. La preguntamos dónde estaba su marido, ese del que nos contó meses atrás que la maltrataba y la había abandonado. Para nuestra sorpresa, nos contó que tras el atentado había vuelto con ella. Que había cambiado, que la quería mucho. Imagidad nuestras caras. Y pasó a relatarnos con todo lujo de detalles cómo se había producido el arresto dos días antes allí mismo. Se puso en pie y recreó todos los hechos. Lo más sorprendente es que, en un principio, jamás dudó de su marido. Gritaba "Él es bueno. Es inocente, es inocente". La dijimos que si la policía le había detenido y llevado a la cárcel, alguna prueba tendría que haber. Sobre todo porque habíamos leído el auto de prisión y los hechos por los que se le acusaba. Y así transcurrieron varias horas donde las dudas, las contradicciones y el cambio de humor de Jamila fueron la tónica.


Durante ese tiempo pudimos averiguar muchos datos que ignorábamos hasta entonces. Jamila y Mohamed se habían casado sin apenas conocerse. Ella era una madre soltera y árabe. En su cultura eso estaba muy mal visto. Era una mujer que necesitaba tener un hombre a su lado para que tanto su familia como la sociedad musulmana la respetara. En realidad, Mohamed no sólo estaba casado con Jamila, sino que -a pesar de haberla dicho que estaba divorciado- seguía casado con su primera mujer, que vivía en Tánger y tenía tres hijos. Además, durante el tiempo que a ella le abandonó, se había acomodado en casa de su amante en Lavapiés, y para colmo ésta acababa de tener un hijo de él (niño al que también conocimos y pude tener en brazos). Mohamed había regresado cuando su mujer abandonada había recibido el dinero de la indemnización. Jamila nos hablaba de todo esto excusando a ratos a "su hombre" y culpando a la amante en todo momento. La obsesión de Jamila desde la muerte de Sanae, era volver a ser madre pero ya no era tan joven.


Cuando la escuchamos decir que todo su afán era gastarse el dinero de la indemnización para sacar a la cárcel a Mohamed, no dábamos crédito. Javier le preguntó. "¿Vas a emplear el dinero que te han dado por la muerte de tu hija Sanae para sacar de la cárcel a un hombre que puede haber participado en el atentado, y por lo tanto ser responsable de su muerte?". Jamila se quedó muda. No sabía qué decir. De pronto le maldecía como le santificaba. ¿Era mayor el dolor de la pérdida de un marido que el de una hija?


Salimos de allí con la firme promesa de viajar con Jamila a Marruecos y conocer la verdadera historia de este hombre. Ella vendría con nosotros en todo momento. Nos presentaría a su primera mujer y sus hijos (ya no nos cuadraba nada, ¿no nos había dicho que no sabía de la existencia de su primera mujer?), nos llevaría hasta la casa de los padres de Mohamed... y así comenzó ese segundo viaje que recordé ayer.


Javier, que en todo momento pensó, nadie sabe que soy periodista. Jamila le mira. Y servidora afixia de la caló y la humedad.




Septiembre 2005. Para llegar hasta Marruecos, decicimos ir vía tren y ferry. Durante el viaje en tren Jamilia estuvo tranquila. Se encerró en su compartimento a dormir, rodeada de varias maletas repletas de vete tú a saber qué. Regalos para la familia, decía ella. No quería cruzarse con nadie en el tren y no soltaba el móvil en ningún momento. Nosotros decidimos planificar estrategias en el minibar del tren con un bocata y una cerveza.


En Algeciras subimos al ferry rumbo a Tánger. Allí seguimos a Jamila en busca de la verdad. Al día de hoy no puedo separar las verdades o mentiras de esta mujer. Su discurso se volvió cada día que pasábamos allí más oscuro, más contradictorio y sospechoso. Ya no sabíamos si era una mujer tan maltratada por Mohamed como para no poder discernir con lógica; si se había vuelto medio loca tras la muerte de su hija, o si realmente alguna vez había estado en sus cabales. Hubo en ocasiones que acusaba directamente a Mohamend de terrorista, otras aseguraba que era un pobre diablo muerto de hambre, otras que era un hombre honrado...


Conocimos también a la madre y hermanos de Jamila. Nos recibieron en su casa, nos invitaron a comer un delicioso cuscús. Ellos no entendían tampoco la postura de Jamila. La regañaban y la increpaban en árabe cada vez que mencionaba a Mohamed. Su madre me cogía del brazo y decía: "está loca, está loca. Él no bueno". Pero tampoco nos ayudó a esclarecer mucho más. La familia es la familia.


Acompañamos a Jamila al cementerio donde estaba enterrada Sanae. Fue la única vez que realmente nos emocionó ver a una madre desconsolada. La única vez que su rostro y sus lágrimas resultaban creíbles, naturales y espontáneas. Tal vez, pensamos, allí no pueda mentirnos. Tal vez por fin abra su corazón y cuente la verdad sobre su marido encarcelado. Lo único que conseguimos es que nos dijera: "Tener cuidado, tener cuidado". Pero la verdad, nunca.


Con los días, Jamila intentó meternos miedo en el cuerpo. Mejor no preguntar. Intentó que nos regresáramos con las manos vacías. Donde dijo digo, dijo diego. El tiempo pasaba y los nervios iban en aumento. Sobre todo por la desesperación de poder entender nada.


Lo que no se imaginó jamás es que insistiríamos tanto. Conocimos a los padres de Mohamed, entrar en su casa y merendar con ellos. Jamila en todo momento mostró un actitud de sumisión absoluta en presencia de su suegro. Después de poner muchas pegas y ponernos todos los impedimentos, logramos subir al piso donde vivía la primera mujer de Mohamed. Eso sí, fue tajante: "Hombres no. Sólo ella. En esa casa no pueden subir hombres, estaría mal visto".


Y fui. Un habitáculo de diez metros cuadrados, sin apenas luz. Era más bien el palomar de una vivienda. Llegar hasta la casa no fue fácil. Yo sola con Jamila y sin ninguna referencia de dónde estaba. De noche y con mil ojos observándome en la oscuridad. La mujer que allí me encontré era más joven que Jamila, escondía una melena clara debajo del pañuelo, sus ojos eran claros... En nada se parecían las dos mujeres. Los tres hijos saltaban de una silla a otra y no paraban de gritar. Jamila estaba muy nerviosa, hablaba en árabe para que yo no me enterara de nada. La otra mujer me observaba y me sonreía. Conversábamos en francés mientras sostenía al más pequeño, que no tenía ni tres años, en sus brazos. Entre tanta tensión yo pregunté si el niño pequeño también era hijo de Mohamed. La respuesta fue afirmativa. ¿Entonces nunca se había divorciado? ¿Mohamed había estado con ella y Jamila al mismo tiempo? ¿Era verdad que Jamila no sabía nada de esta familia? Dudas y más dudas cada minuto que pasaba. En realidad Jamila la conocía desde el principio de su relación con Mohamed, seguro. Era consciente de que había tenido un nuevo hijo estando con ella.


Al salir de la casa se hizo un silencio muy tenso entre Jamila y yo. Sólo le dije: "Has mentido, estás mintiendo desde el principio. ¿por qué Jamila? ¿Te acuerdas de Sanae?". No contestó. Cruzó su gesto y se enfadó. Al salir del laberinto de calles oscuras, contemplé la cara de nerviosismo y preocupación de Javier. Respiramos todos tranquilos. Estábamos juntos. Pero la tensión entre Jamila y nosotros no despareció desde ese momento. Las bromas o las risas se esfumaron. Las miradas eran de un continuo recelo. Sobre todo, de cabreo. Éramos conscientes que la verdad nunca saldría a la luz.


Todo el viaje era como una gran tela de araña. Todo se mezclaba, se distorsionaba. Llegó un momento que no podíamos salir de la red de mentiras, embustes y pequeñas verdades de Jamila. De hecho regresamos a España sin ella. No quiso volver con nosotros, quiso quedarse una temporada en Marruecos. La relación se había roto definitivamente. Éramos incapaces de mirarla a los ojos y no sentir desprecio, aunque suene muy fuerte. Eso fue desde el momento en que nos confesó que Mohamed había estado en dos ocasiones en la Puerta del Sol. Allí, con todos los padres y madres de los muertos. Viendo en vivo y en directo el sufrimiento que él, si realmente había colaborado, y los suyos habían causado con el atentado del 11M. No habló con nadie. No sonrió. Tan sólo miraba y miraba. ¿Estaría regocijándose de sus actos? Lo peor es que fue ella, Jamila, la que le había llevado de la mano para que presenciara el dolor y la impotencia de las víctimas. Lo peor es que fue ella quien me lo presentó y le saludé con dos besos.


Hay muchos más detalles e historias en este viaje. Minutos antes de salir en avión de Marruecos, tuvimos un encuentro fugaz con el verdadero padre de Sanae. Se trataba de un hombre huidizo, esquivo y difícil de localizar. Por lo visto, siempre según Jamila, se dedicaba a negocios oscuros, era traficante, entre otras acusaciones... Él apenas se acordaba de ella. No sabía de la misa a la mitad, eso dijo claro. Vivía con su familia y era un hombre respetable. A estas alturas, lo que nos quisiera decir.


Regresamos a Madrid con un sabor muy amargo. Nunca sabremos realmente lo que pasó o dejó de pasar por la mente de Jamila. Nunca descubriremos la implicación real de Mohamed. Fue lo que se podría llamar una viaje sin salida.


S.P.: Hace un año y medio vi desde el coche a Jamila por los alrededores de Atocha. Miraba una papelera. Poco tiempo después, Javier me enseñó una foto del nuevo niño de Jamila. Tenía una nueva niña de apenas meses. ¿De quién?






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