martes, 28 de junio de 2011

CUATRO DÍAS EN ALTA MAR


Francisco y Catalina. Sus medidas: 26 metros de eslora y siete de manga. 51 inmigrantes que huían de Eritrea en patera más diez marineros, convivieron durante nueve días en este espacio tan reducido. Esto ocurrió hace ahora cinco años a 26 millas de la costa de Malta. Mi compañero Pope, el cámara, y yo tuvimos la suerte de poder viajar en ese mismo barco y con la misma tripulación un mes después de estos hechos durante cuatro días.

Fue un viaje agotador, duro, incluso peligroso, pero excitante. En esos días José Durán, el capitán, al que todos llamaban cariñosamente Pepe, fue nuestro anfitrión. Si no hubiera sido por él y por su mujer Pepi -quien nos facilitó la comunicación con el barco y sobre todo, nos abrió las puertas del corazón de su marido- este viaje no se podría haber realizado.

El Francisco y Catalina es un pequeño barco de Santa Pola. Su misión es pescar "gambas", como el barco de Forest Gum pero en chiquitito. Cada vez que parte de puerto lo hace por un periodo no menor de tres meses. A veces más. Tres meses sin ver a sus familias, sin comer en casa, sin relajarse por el paseo marítimo del pueblo, sin probar un helado, sin dormir tranquilos... Tan sólo bajan a tierra para comprar víveres y poco más. Una llamada a casa les devuelve la vida. Durante esos interminables días la rutina invade el barco. Echar nasas, recoger nasas (el tipo de red de pesca que emplean). Seleccionar las gambas, guardarlas en la nevera, comprobar los aparejos una y otra vez, y de nuevo echar nasas, recoger nasas. Contemplar el mar infinito, equilibrarse en un vaivén constante para nunca perder el paso, hecho que te puede costar la vida. Con un poco de suerte, cruzarse en alta mar con otro barco, un saludo y al minuto siguiente volver la cara para encontrarse con los mismos rostros y las mismas conversaciones.

Pepe mandó cambiar el rumbo del Francisco y Catalina. Era la primera vez que se aproximaban a costas españolas tras los incidentes ocurridos en Malta. No habían podido abrazar todavía a sus familias. Amarró el barco en un pequeño pueblo mallorquín para que pudiéramos hacernos a la mar con ellos. No era normal ni que interrumpieran la faena por nosotros ni que aceptasen que una mujer se embarcase. Ya me lo dijo Pepi: "No sé si Pepe querrá que una chica suba al barco entre tanto hombre. La verdad, porque has venido a conocer a las mujeres antes a Santa Pola, porque a nosotras tampoco nos gustaba la idea. Pero nos podemos fiar. No vas a llevar problemas abordo". Este fue nuestro salvoconducto. A veces no ser una mujerona ni la exhuberante tentación que vive arriba tiene su recompensa, supongo.

Y allí estábamos nosotros. Un cámara con melena al viento y chanclas, y una periodista que abultaba menos que el trípode de la propia cámara. Sin experiencia ninguna en alta mar. Como mucho habíamos navegado en algún ferry o en las barcas de El Retiro. Gente de secano. Según nos acercábamos por el muelle cargados de mil bultos (la mayoría inservibles como nos dimos cuenta después), nos observaban esos hombres rudos y de pocas palabras que suelen ser los marineros. El mayor de ellos tendría cincuenta y tantos, el más joven 17. Pepe no había bajado del puente de mando. Al llegar a babor -el lado izquierdo del barco si miramos hacia la proa- el saludo fue escueto: "¿Vosotros sois los periodistas? Bonitas chanclas".

Al estrechar las manos me sentí la persona más pequeña del mundo. Sus manos eran ásperas y fuertes. Curtidas a la intemperie por el viento y el agua salada. Acostumbradas a un oficio donde nunca mejor dicho, te dejas la piel al tirar de las cuerdas, al coser las redes, al limpiar el pescado... Intentaban ocultar la complicidad de una sonrisa burlona. No daban crédito (eso lo supimos después): "¿Y estos van a venirse con nosotros a alta mar, pero si parecen dos pajarillos? ¿Quién de estos pimpollos echará la pota antes? No aguantan, estos no aguantan".

Pero aguantamos el tipo. Que estábamos un tanto nerviosos ante el viaje era evidente, pero como siempre en estos casos uno deja de pensar en sí mismo y se concentra en el objetivo. Que la verdad no te estropé un buen reportaje decimos en la profesión. La verdad es que el barco nos parecía demasiado pequeño, el olor a pescado y a gasolina era demasiado penetrante, y en un principio esos hombres imponían lo suyo. Nos sentíamos observados. Las primeras impresiones siempre cuentan. Intentar no parecer demasiado torpes, es fundamental. Pero la Ley de Murphy es lo que tiene.

Una vez abordo, dejamos en un principio todos nuestros bultos y subimos al puente de mando a conocer a Pepe. Los marineros empezaron a subir por una escalera de acero totalmente vertical y muy estrecha. Pope, como buen profesional, se puso la cámara al hombro y subió agarrándose con una sola mano. Todo un experto. Una servidora, que sólo llevaba un boli en la mano, pensó "ah, no es tan difícil". Me puse el boli en la boca y me aferré con fuerza con las dos manos. Todo parecía sencillo, pero cuando ya estaba en el último peldaño de la escalera, la chancla resbaló y se me enganchó, el boli cayó por la borda, y caí al piso de abajo de cabeza. Perdí el conocimiento por unos segundos. Según me contaron el golpe sonó tan fuerte que los marineros creían que el casco había encallado. Cuando abrí los ojos sólo pude ver sus caras llenas de preocupación e intentaban reanimarme. En lo alto vi una luz roja, era el pilotito de la cámara. Pope estaba grabando mientras me gritaba: "¿Estás bien? Mar contesta, ¿estás bien?". Pocos segundos después me puse en pie. Sonreí a todos y les dije lo primero que me salió: "Tranquilos, soy de goma. No me duele nada. No, no estoy mareada. Vamos a ver a Pepe".

No hay dolor, no hay dolor, me repetía. Al igual que cuando uno ha bebido una copa de más e intenta disimular al levantarse, así me comporté yo. Me dolían hasta las pestañas, pero no podía quejarme. Lo peor no era el dolor, sino el espantoso ridículo que acaba de hacer. Sobre todo porque me había caído estando el barco amarrado, ¡ni siquiera estábamos en alta mar! Empecé con muy mal pie. Como he dicho antes, la primera impresión es la que cuenta en estos casos y yo ya había dado mi primer traspié. Como no me quejé en todo el viaje y participé de las bromas a mi costa, me gané en cierto modo el respeto de aquellos hombretones. Sólo, una vez en tierra, le enseñé a Pope las consecuencias de la caída. Mis dos piernas eran un inmensa hilera de moretones que empezaban a cambiar de color, estaban en fase de cardenal descafeinado.

Tres minutos después conocíamos a Pepe, el capitán. Allí estaba, en el puente de mando, comprobando el radar. Nos extendió la mano y me preguntó: "¿Todo bien? ¿Todavía quieres seguir la aventura?". "¿Cuándo dices que zarpamos?, contesté. Me miró, sonrió e iniciamos el viaje. Supongo que pensaría que estoy loca. En cierto modo es lógico que se pueda pensar que los periodistas somos capaces de todo por conseguir una noticia.

En diez minutos recorrimos el barco. Nos enseñaron los camarotes con literas de los marineros, la pequeña cocina, la sala de máquinas, la nevera, la despensa, el baño... Pepe dio las primeras órdenes. "Pope tú vas a dormir aquí, en el camarote de Bautista. Pónte estas botas, tienen la puntera protegida con acero. Será mejor que te las pongas si quieres andar por el barco. Ata bien todos esos bultos que habéis traído, no vaya a ser que con el oleaje se caigan. ¿Está claro?". Sin protestar, Pope hizo todo lo que le dijeron. Sabíamos que mientras estuviéramos en el Francisco y Catalina, las palabras de Pepe eran Ley.

"Tú Mar dormirás en mi camarote, está arriba en el puente de mando. Tú en la litera de arriba que está sin estrenar y yo en la de abajo. Vamos a evitar posibles líos, coge tus cosas y ven". Debo confesar que fue todo un alivio. Abajo el olor a gasolina y el calor eran insoportables. Arriba por lo menos, aunque sentías más el movimiento, se respiraba mejor. El camarote era un poco más amplio. Lo justo para dos literas, un pequeño armario, un mesita, su virgencita sagrada, y una pantalla propia. Reducido pero comparado con los camarotes de abajo, me pareció un hotel cinco estrellas. Es más, soy de un tamaño tan escaso que hasta la litera me quedaba grande. Pepe tuvo que darme algunos almohadones de más para que hiciera tope con la cabeza y los pies, y no me balanceara tanto al dormir. Para mayor seguridad, llegó a ponerme una tabla a modo de cuna de niños para que no me cayera por la noche.
La cocina del barco. El dominio de Jaime, el cocinero. Unos fogones balancín para que las cacerolas se muevan al ritmo de las olas y la comida no se derrame por los suelos. Comer bien es uno de los pocos privilegios que tienen.



Pepe al frente del puente de mando. Su pequeño trono desde donde uno, al verle trabajar, se da cuenta de lo que significa ser "El rey del mundo" en realidad. Aquí disfruté durante horas de las historias de la mar que me desvelaba el capitán. Aquí descubrí lo que es un corazón noble. Un rebelde al que la mar ató en cortó y le enseñó los valores de la vida.






Nos hicimos a la mar. Pepe y el resto de la tripulación nos cuidaron, nos protegieron y nos hicieron sentirnos como en casa, una casa de agua, pero una casa al fin y al cabo. A las pocas horas de estar con ellos supimos que todo era pura fachada. Que simplemente eran hombres endurecidos a golpe de timón. Hombres con un gran sentido del humor y más que nada un gran sentido de la solidaridad.

Nos enseñaron a pescar gambas, a distinguir entre unas y otras, a distinguir la proa de la popa, estribor de babor, a caminar sin caernos... Nos contaron sus historias, nos hablaron de sus mujeres, de sus hijos, de que no siempre es cierto eso de que en cada puerto una mujer, de sus fatigas, de lo difícil que era ganarse el jornal y llegar a fin de mes. Su supervivencia depende del éxito de la pesca. Si Neptuno era generoso podían llevar a casa con los bolsillos llenos después de tres meses de ausencia, pero si el tiempo no les acompañaba las facturas quedaban sin pagar. Tanto esfuerzo no se veía recompensado. Los bancos de pesca escasean cada día más. La pesca no es lo que era, nos repetían todos cada vez que se les preguntaba. Añoraban tiempos pasados, donde hasta las desgracias vividas en la mar se recordaban con cariño.

Pero el motivo del viaje era escuchar de viva a voz qué había pasado un mes antes frente a las costas de Malta. Pepe, al que la prensa le había catalogado de héroe, empezó a narrar con mucha timidez toda la historia. "Yo no soy un héroe, las cosas no son así. Hemos hecho lo que cualquiera hubiera hecho. No somos los únicos que se encuentran con pateras en alta mar, ni seremos los últimos", empezó diciendo. Una patera cargada de 51 inmigrantes procedentes de Eritrea se había topado con ellos en plena noche a unas 100 millas de las costas maltesas. Entre ellos se encontraban niños y mujeres, una de ellas embarazada. Estaban a punto de desfallecer, hambrientos, muertos de frío y perdidos sin rumbo. Cuando vieron al Francisco y Catalina no se lo pensaron dos veces e intentaron abordar el barco. Pedían auxilio . Los más jóvenes se lanzaban hacía babor esperando poder subir a bordo. El susto que se llevó la tripulación les hizo en un primer momento desconfiar y ponerse en guardia, pero cuando Pepe vio a los niños y a las mujeres, dio la orden sin dudar: "Subirlos a bordo, rápido".

Una vez arriba, los marineros sabían lo que había que hacer. Lo primero, acomodarles en tan poco espacio para que cupieran todos; lo segundo, repartir las mantas que había y darles agua, mucha agua. Jaime se puso al mando de los fogones y empezó a hacer el reparto de comida. No había muchos suministros, pero al día siguiente alcanzarían el puerto de Malta y no habría problemas. Pero sí los hubo. Se convirtieron en noticia de portada en todo el mundo. Periódicos, radios, televisiones... Todos se hicieron eco de este gesto solidario. Diez marineros españoles habían socorrido a 51 inmigrantes de una patera. Las instituciones de Malta les impedían acercarse a tierra e incluso les llegaron a negar víveres durante los nueve días que estuvieron atrapados en aquella nave de tan sólo 26 metros de eslora. Álvaro, El Tali, Jaime, Bautista, Jesús, Antonio, Pascual... todos y cada uno de ellos me confesaron que en la soledad de sus literas no habían podido evitar derramar alguna lágrima. Lágrimas de impotencia ante una situación que empeoraba día a día. Lágrimas porque desconocían las consecuencias legales que les podía conllevar ese gesto solidario. Lágrimas porque no podían soportar el sufrimiento de aquellas personas. Delante de ellos, todo eran sonrisas y gestos de complicidad. No hablaban el mismo idioma. Su idioma eran la mímica.

Un mes después localicé a algunos de aquellos 51 inmigrantes que terminaron en España. Estuve con ellos en Sevilla, donde seguían en tierra de nadie. Sí, es cierto tenían una cama donde dormir y un lugar en el que matar el tiempo, pero apenas tenían un pantalón y dos camisetas. Llegaba el otoño y no tenían ningún abrigo. Salir fuera del centro de refugiados no era tan grato. Hablé con ellos y revivieron conmigo su largo y penoso viaje desde Eritrea hasta las costas de Marruecos, donde terminaron embargando sus vidas por un cayuco que les llevara a la civilización. Tantas penurias para terminar siendo deportados. Las tarjetas de residencia no son fáciles de conseguir, aunque hayas sido noticia en todo el mundo. Quiero deciros sus nombres, qué mínimo: Bahabolom Tamazghy, 27 años, soldado; Bereket Grmay Teame, 26 años, herrero; Teklebrhan Amanuel, 26 años, estudiante; Bahabelom Okubay Berhe, 29 años, soldado; Belete Haile, 42 años, soldado; Yared Fisihaye Tesfatsion, 31 años, camarero. Lo único que pude hacer por ellos fue conseguirles un anorak nuevo y una excursión hasta Santa Pola donde se abrazaron, supongo que por última vez, a aquellos hombres que les ayudaron al extenderles una mano.

Cuando por fin el gobierno español se hizo cargo del asunto y los inmigrantes pudieron desembarcar, la tripulación respiró hondo. Se hicieron con nuevas provisiones y otra vez a la mar. No regresaron a casa como era de esperar. El único que abandonó el barco fue uno de los marineros al que tuvieron que ingresar urgentemente en un hospital para ser operado. Los demás no fueron a tranquilizar a las familias que estaban angustiadas ante las noticias que veían por televisión. Pepe les comunicó que como habían perdido nueve días de pesca y hasta ese momento no habían tenido mucha suerte, era mejor probar fortuna por si todavía podían salvar la temporada de pesca. Nadie puso reparos. Siempre he mantenido que existía también otro motivo, aunque nunca me lo reconocieron. La avalancha de periodistas, entrevistas telefónicas y el exceso de protagonismo en los medios, les había saturado. Tal vez si dejaban pasar unas semanas más todo se tranquilizaria. Bueno, a unos más que a otros.


Con esos hombres convivimos cuatro días. Imposible sentirse un extraño entre ellos. Nunca más que entonces he sentido ese vínculo que se establece entre personas que comparten sus sentimientos en un lugar cerrado. Sí, no era un cuarto oscuro y sin ventanas. Los atardeceres, los amaneceres y la lunas que pudimos contemplar eran únicos. Pero a mí las islas siempre me han hecho sentir el deseo de marcharme a los pocos días, me han limitado en mis movimientos. ¿Será aguafobia? Imaginaros en un barco. Mirara por donde mirara, todo era mar (no precisamente yo mirándome al espejo). Durante cuatro días sólo podías hablar y reír con las mismas caras. Pensaba que eso podía durar tres meses y quería tirarme por la borda.

Opté por no cambiarme de ropa. Hacerlo era toda una proeza para mí. Bajar hasta el baño y ducharte era otra caída segura. En el baño no había bañera ni ducha. Se trataba de una manguera que hacía de ducha, para eso había además que quitarse las botas, y descalzo, resbalón seguro. Tenías que agarrar la manguera con una mano y con la otra sujetarte al lavabo para no resbalarte. El barco no se estaba quieto ni un segundo. Me faltaban manos para enjabonarme. Lo de hacer otras cosas para una chica estaba más bien complicado. Los hombres mean de pie por naturaleza y bueno, si sois sinceros, la puntería no es siempre la correcta. La altura de la taza me venía, una vez más, grande. Si me sentaba, los pies me colgaban. De pie, no llegaba. No queráis saber. Opté por hacer grandes equilibrios subiéndome a la taza del váter y orinar de pie (se lo debo a mis clases de taichi), mientras me sujetaba a la escotilla como podía. Me aseaba por partes, pero eso sí, me cambiaba las bragas (no me gusta la palabra, pero no uso tanga por muy sexy que sea y lo de ropa íntima es de lo más cursi). Oler no olía mal al fin y al cabo. Cuando se lo conté a Pope, se partía de la risa. Seguro que si se lo propongo no se hubiera negado a grabarlo y mandarlo a un concurso de esos de vídeos caseros donde uno se ríe a mandíbula batiente desde el sofá de casa.


Ellos no tenían nada que envidiar a Spiderman. Parecían volar entre las redes y las alturas. Cómo véis a Álvaro, contramaestre, se le ve muy seguro, pero observar la velocidad del barco. Bueno, echarle un poco de imaginación.


De cada viaje se aprende algo. En este yo aprendí a sobrevivir a pesar de mi tamaño y la nobleza que esconde el corazón de un marinero. La humildad con la que hay que vivir y que no hay mejor solución a un problema que una buena carcajada.






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8 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

No sé sí serás la última "aventurera", pero de lo que si que estoy seguro es de que eres la más grande superviviente. Grande cómo el gran Bukowski... Un beso.

29 de junio de 2011, 4:13  
Blogger partyinthebagpack ha dicho...

O como Paco Martínez Soria digo yo. Gracias.

29 de junio de 2011, 6:24  
Anonymous Anónimo ha dicho...

"Menudo" Aventuron!!
Mar, hubiera pagado por verte con las posturas de taichi en camarote!!
Los marineros son lo más, totalmente cierto!!

29 de junio de 2011, 8:53  
Anonymous Anónimo ha dicho...

PMS es otro de mis personajes favoritos y, sinceramente, creo que es mejor "compañía" para el viaje de la vida que el "maestro de lo negro".

¿Será por lo de Don R que R? UB.

29 de junio de 2011, 11:06  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Toc,toc ¿No hay nadie? Pues, entonces, habrá que seguir esperando, cómo Penélope...

6 de julio de 2011, 4:39  
Blogger partyinthebagpack ha dicho...

Siempre hay alguien.

6 de julio de 2011, 6:23  
Anonymous Anónimo ha dicho...

No lo dudes...siempre hay alguien. UB.

8 de julio de 2011, 3:20  
Blogger partyinthebagpack ha dicho...

Y espero que siempre, aunque a miles de kilómetros, me sigas en la distancia. Bisous

8 de julio de 2011, 4:46  

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