UN VIAJE CON LOS MALUCOS
Carlos Chamorro, el duende de la danza.
Los viajes no hay que intentar comprenderlos, tan sólo vivirlos. Dejarse llevar, querer ser arrastrado cada segundo, cada instante, por el devenir de los hechos. A veces uno necesita no hacer planes, simplemente seguir la voz de un amigo y no pensar: "Vente", e ir. Esto es lo que me ocurrió en uno de esos parones que todo freelance conoce bien. Acababa de terminar un proyecto, estaba realmente harta, cansada y con ganas de desconectar, de largarme lejos. Pero faltaba un mes para volver a coger la mochila y perderme en el desierto. Era febrero y Madrid me empezaba a angustiar. De pronto sonó el teléfono y al otro lado escuché la voz de Carlos: " ¿Qué vas a hacer en Madrid? ¿Por qué no te vienes a Barna? No te hagas de rogar, vente mañana. Estamos en dos pisos de Las Ramblas, hay sitio de sobra. Estamos todos, vente. Te espero", y colgó sin más.
Yo no bailo, mucho menos canto. ¿Qué iba a hacer yo en la compañía? "Ser una maluca más y disfrutar", me dijo Carlos. Lidia, el otro alma mater de la Compañía, enseguida me dio quehaceres. "Atenderás el bar que hemos improvisado y echarás una mano en lo que se necesite, de paso si quieres hacer fotos, hazlas". Así fue como me incluyeron en el reparto: chicaparatodo.
En Las Ramblas vivíamos como en un gran hermano. Toda la compañía juntos en dos apartamentos. Aunque nos hubiéramos acostado con las primeras luces del alba, despertarse era un placer. Adormilados, con los pelos revueltos y los restos del maquillaje todavía pegados a las pestañas, lo primero que hacíamos era darnos muchos besos y abrazos al desearnos los buenos días. Cada uno se las ingeniaba para entrar en la cocina y prepararse el desayuno. Tal vez, con un poco de suerte, alguno se había bajado a la calle a comprar churros. Sentarnos, sin apenas hablar, alrededor del café y empezar a reír era todo uno. Los recuerdos de la noche vivida no eran para menos. Anécdotas y más anécdotas.
Nadie estaba obligado a nada. Cada uno era libre de hacer lo que quisiera, eso sí, a las cinco en punto había que estar en el teatro. Había días que permanecíamos todos juntos, 24 horas al día. Salíamos a comer a un chiringuito de la playa o hacíamos pasta para todos, eso dependía del bolsillo. Paseábamos entre olas, playas y escaparates. Intercambiábamos modelitos y besos; besos y cigarros, besos y bocatas, besos y lágrimas, besos y vino, besos y más besos.
Hacíamos amigos en todos los bares, en todas las calles, con las putas, con el yonki, con el camarero de la Boquería, con el mimo, con los vecinos, con la señora del metro, con el vendedor de flores o de lotería. Daba lo mismo. Una de las cosas que he aprendido viajando con ellos es que todo el mundo puede ser un artista o un amigo. La gente se quedaba mirándonos por la calle. Discretos, lo que se dice discretos, no éramos ni lo seremos. La alegría hay que gritarla a los cuatro vientos.
Otros días nos desperdigábamos y nos encontrábamos en el teatro. Como en todo viaje es fundamental tener tiempo de desconexión del propio viaje. Perder de vista al que te acompaña para reencontrarte luego y continuar de la mano.
A las cinco, te duela el cuerpo o no, estés enfermo o no, se haya muerto tu abuelo o no, lo primero que hay que hacer es calentar. En ese momento, los bailarines se tiran al suelo y comienza su danza interna. Apenas hablan. Se les escucha respirar. Sus cuerpos se doblan como si fueran juncos. Están concentrados. Es como si el tiempo se detuviera en ese instante. Se ajustan las vendas en las lesiones, se masajean el brazo donde ayer sufrieron un calambre... Después empieza el ensayo. Es el periodo de la reiteración. Una y otra vez repiten y repiten los pasos. Corrigen posturas, expresiones, entradas y salidas... No prestan atención a lo que ocurre a su alrededor. El que grita pidiendo un alargador, el que se queja porque alguien ha tocado la mesa de luces, la pesada de las fotos, o si resulta que no se están vendiendo las suficientes entradas.
Después todo se acelera. Apenas queda tiempo para maquillarse, vestirse y salir a escena. Por lo general los camerinos suelen ser lugares estrechos, pequeños, sin mucha ventilación y apenas comodidad. Todo el mundo necesita un espejo donde mirarse. La ropa tiene que estar estirada y a mano. ¿Donde hay un espacio para poder planchar? Pregunta alguien.
Las bambalinas es donde se esconden los misterios del teatro. Entre cajas se vive todo lo que el público jamás verá. Se establece una complicidad de cuchicheos, silencios, risitas, coqueteos y bromas que evaporan el miedo escénico. Según van diseñando sus rostros a golpe de rimel van pensando en el pago de la hipoteca, si se olvidaron de comprar lechuga, si tienen que llamar a casa urgentemente...
En el bar se han acabado las existencias. Repongo corriendo las neveras y me cuelo entre las escaleras de platea. Da lo mismo si lo he visto mil veces. Siempre me sorprenden con algo nuevo y les envidio. ¡Por Dior y Chanel, quiero danzarrr! Contemplo desde allí esos cuerpos que vuelan por los aires, sus pies retumban en el escenario, les tengo tan cerca que siento su respiración agitada. No han parado. Una hora y siguen danzando. Sonríen y juegan con el público. A la gente se la ve disfrutar con ellos. Termina la función y llegan los aplausos. La gente se pone en pie y salen con su nariz de payaso. Les ha gustado y yo soy muy feliz. ¿Una cerveza más?
Etiquetas: Entre bambalinas y Las Ramblas.